Es el prejuicio, según el Diccionario, «un juicio u opinión preconcebida que muestra rechazo hacia un individuo, un grupo o una actitud social». Y esa postura «preconcebida» nos lleva a pensar y actuar como teledirigidos, porque estamos obsesivamente dominados por esa prevención que tiene por objeto a ese «individuo», a ese «grupo» o a esa «actitud social».

Creo que lo comprobamos en otros y lo experimentamos en nosotros mismos muchísimas veces a lo largo de la vida. Es un reflejo de la frase que repetimos con excesiva frecuencia: «Esa persona me cae mal»; o, por el contrario: «¡qué bien me cae fulano!». Y cualquier acción de la persona que «nos cae mal» es enjuiciada y sospechada como de mala intención; en cambio, todo lo que hace el sujeto que nos «cayó bien» es laudable, mientras no se demuestre -y evidentemente- lo contrario. A gran distancia es el procedimiento que se sigue, en el mundo escolástico, en las clases de Teología, por ejemplo. Se propone una tesis que encabeza la sesión. Acto seguido, se precisa el sentido de lo enunciado, a lo que sigue una explicación de los principales términos o conceptos empleados.

Llega el momento de las pruebas, porque no se asegura nada «a la buena de Dios». Y para probar ese aserto enunciado, se acude a todos los testimonios que favorezcan su aceptación. Se va, en primer lugar, a las Sagradas Escrituras, como el más valioso testigo. Esto puede llegar a señalar la tesis como «algo de fe». Sigue, como un buen apoyo, la Tradición (los Santos Padres, los Doctores de la Iglesia, los Concilios? etc.). A continuación se acude -si los hay- a autores de plena garantía, consagrados por una unánime o mayoritaria aceptación. Y finalmente se apela al testimonio de la humana razón aplicada de modo especial al asunto objeto de tratamiento.

Naturalmente, ese largo proceso pretende un excelente fin, ya que ahí se trata de dar fuerza a una tesis aceptada con anterioridad y de materia óptima. En cambio, los prejuicios -y de ahí la enorme diferencia arriba apuntada- casi siempre tienen por objeto, como resalta el Diccionario, «mostrar rechazo» a alguien o algo. Y el prejuicio es tan frecuente entre los humanos que a diario lo vemos en la prensa hablada o escrita. Por poner un ejemplo, que está en candelero, lo tenemos en la actitud que se toma en el célebre «caso Bárcenas». Apareció en el diario «El País» la fotocopia de un listado de entrega de fondos por parte del señor Bárcenas, que fue tesorero del PP, a determinadas personas del partido que sustenta al Gobierno actual del Reino de España. Como tal listado es manuscrito, los que se posicionan contra el señor Bárcenas -sea contra él, o, mediante él, contra el PP- se empeñan en defender que la letra del listado es la del ex tesorero del PP. Como el mismo señor Bárcenas haya salido a la palestra manifestando que ni la lista ni la letra son suyas, se decidió que el individuo aludido debía someterse a una prueba caligráfica. Se sometió ante el juez que lleva el caso y, en su presencia, escribió la friolera de «cinco folios» de puño y letra.

Los que miramos el asunto sin interés personal y alguna vez hemos tenido que intervenir en alguna de esas pruebas, a demanda del juez de una ciudad, pensamos que, si nosotros hubimos de utilizar unas frases para determinar si un escrito pertenecía al encausado, cinco folios sería más que suficiente -excesivo incluso- para decidir si la letra del listado que apareció en el periódico era del mismo sujeto que escribió ante el juez. Si no coinciden, está claro que lo presentado por el diario no pertenece al señor Bárcenas; si coinciden, también está clara la solución afirmativa. Pues bien; los peritos que, según parece han examinado los dos escritos, aún no se sienten satisfechos y desconfían de la intención del escribiente. Se dice que el señor Bárcenas ha desfigurado su propia letra en lo que ha escrito ante el juez.

Yo, que no tengo prejuicio en este asunto, considero muy improbable que el señor Bárcenas -y cualquier persona- sea capaz de desfigurar su propia letra escribiendo hasta cinco folios. Pero quienes albergan un prejuicio, parece que no se sentirán satisfechos aunque ese señor escriba, como prueba más que «El Tostado» en una plaza pública. Ahí está bien reflejada la «obsesión de un prejuicio».

Ante la obsesión de un prejuicio, yo prefiero pecar de ingenuo y disentir del prejuicio. Me equivocaré; pero tengo la paciencia suficiente para esperar que un juez diligente me saque de la duda.