Las gentes de Taiwán, como las de Tierra de Campos, lloramos dentro de nuestras lágrimas azules, celestes. La tristeza no tiene fronteras; ni tampoco la alegría, la ternura de los abuelos, la algarabía infantil, el sol o el pájaro cantor. Claro que sí. Sufrimos zarandeados por la soledad ácida que nos dejan con su huella las ausencias más amadas. Magulladuras en el alma. Los camposantos. El desconsolado deploro nos trilla el sueño y nos llena de morceñas. Plañimos, eso digo, golpeados por los chispazos del horizonte siempre tan cercano, siempre tan lejano. ¿O no? ¿O sí? ¡Dentro de las lágrimas! El Señor de los cristianos, estoy seguro, al vernos arribar zaheridos (santos inocentes) a su soberana presencia, se compadecerá de nuestro dolor sin dolo (sin pedirnos nada a cambio), y nos invitará generosamente a ocupar un taburete detrás de los heráldicos cardenales, claro. Es de justicia, de catecismo sagrado. «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios».

Como martillea mi voz sin epidemia, en Taiwán también se llora. Dirán o diréis, con ironía, que en chino mandarín, que es distinto. La piel del corazón es políglota, como el beso. Se solloza allá como en la Meseta castellana. El mismo quejido sin distinción de acentos y palabras extrañas, difíciles de digerir. Son las mismas voces en distintas gargantas: las universales.

Tienen la costumbre, en la antigua isla de Formosa, de venerar religiosamente a sus muertos, de llorarlos. Lo hacen durante casi siete días (siete días para despedirlos). Los velan (fervorosa vigilia) en el hogar, entre olores a cocina. Allí los tienen de cuerpo presente, embalsamados, reducidos a misterio, para luego darles enterramiento. Entretanto, todo es fiesta, humo de incienso, viandas depositadas junto al féretro para aliviar los cansancios del trayecto imaginado del que se va; cantos agradecidos al dios de la vida porque les ha permitido disfrutar de su existencia junto a ellos: padres, madres, abuelos? Los más allegados, con aspavientos y otros ritos propios, ancestrales, señalan al espíritu del muerto la trocha que conduce al cielo. Le advierten de los peligros, zancadillas y dificultades hasta llegar a la luz de las estrellas. Sendero de cardos. El peine del fallecido lo parten en dos: la mitad se la queda la familia; el otro trozo lo introducen en el ataúd para que el fenecido pueda acicalarse durante su accidentada andadura según sus culpas, y desembarcar (bien aseado y pulcro), en los puertos pacíficos de los paraísos celestiales, donde le aguarda, para condecorarlo, la Paz eterna.

Pero lo que más me llama poderosamente la atención, curioso, es la quema de billetes falsos en el velatorio, lo que los taiwaneses llaman «dinero de oración».

-¿Dinero de oración? -me interroga tu curiosidad.

-Dinero de oración -responde mi respuesta- «para pagar el peaje del ser querido hacia el Edén».

Ahora se pregunta mi pregunta: ¿Qué peaje hay que abonar, satisfacer, pitar, afrontar, liquidar, saldar para que disfrutes de las delicias de los jardines excelsos? ¿A qué piratas falaces, falsos, embusteros, cínicos hay que sobornar para que te dejen la zancada libre, la prisa por cruzar la meta? Ahora entiendo el cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones, o más. Entre golfos anda el bienestar de nuestros cuerpos, de nuestras mentes: paro, desahucios? ¿El cielo también se puede comprar con los fajos de billetes que reposan en los paraísos fiscales? Eso, quizá, puedan pensar algunos comportamientos. Que San Pedro ponga ley y orden, sofocando el barullo de tantos mercaderes sin patria, sin escrúpulos. ¿Acaso no tiene las llaves de los calabozos?

George Orson Welles, en aquella deliciosa película «Campanadas a medianoche» (traición a un hombre bueno), terminaba con lamento resignado, después de haber vivido tanto: «¡Ay, Jesús, Jesús, cuántas cosas hemos visto!». Yo, amén de cigüeña.