Ibas a La Chopera y Gregorio siempre estaba allí, acurrucado en su sillón, leyendo el periódico de pe a pa, de arriba abajo. De derecha a izquierda. Si levantaba la cabeza de las letras era para soltar, sentencioso, un chascarrillo que rebosaba retranca sanabresa, ese humor recio tan de allí, curtido por el viento de la sierra y la nostalgia. Ya no estará más Gregorio gobernando la crecida del regato del Tera desde su sillón privilegiado de almirante silencioso de los Choperos. Se agotaron sus días, se fue poquito a poco consumiendo. Ni siquiera los caldos rotundos de los fogones de su fiel Erundina obraron esta vez el milagro del restablecimiento. Se lo llevó el otoño, ya no verá las nieves: cuán leve ha de serle la tierra. La lejanía es incapaz de mermar los lazos que convocan a los afectos. En esa casa que tantas veces ha sido, antes y ahora, la mía; donde me han otorgado el privilegio de considerarme uno más de la familia, queda un hueco vacío que Pepe, Paco y los suyos llenarán de la forma que mejor saben: trabajando y haciendo de tripas corazón, a la vista de un sillón vacío.