Nos encontramos en las semanas más festivas del año en los pueblos de Zamora. La mayoría de localidades de la provincia hierve estos días con la pócima milagrosa del jolgorio, la parranda y la diversión. Nada que ver con la radiografía que presentan nuestros pueblos durante el resto del año, donde la atmósfera que se respira es lánguida y, en muchos casos, casi mortecina. Por eso, no está de más recordar que el dinamismo de estos días es un espejismo, siendo el reflejo del regreso de muchos de los que protagonizaron el intenso éxodo rural en los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX. No olvidemos que durante esos años casi 145.000 zamoranos abandonaron sus localidades de origen para ir a otras provincias o al extranjero a ganarse las habichuelas. Nada comparable, sin embargo, con las salidas de los zamoranos que estamos viendo estos meses como consecuencia de la maldita crisis económica.

Pero regresemos a las fiestas. Si se fijan con atención, en los programas festivos de algunas localidades se incluyen actividades que dan mucho que pensar. Algunas de las actividades que se organizan tratan de encontrarse de nuevo con el pasado más cercano a través de la recreación y puesta en escena de tareas o faenas agrícolas que, afortunadamente para muchos, entre los que me encuentro, son una reliquia. La trilla, por ejemplo, es una de las funciones más de moda y la que suele levantar también más expectación entre los niños o jóvenes que no han conocido el significado concreto de una de las tareas más duras que se realizaban en el verano. Este tipo de recreaciones suelen producirme sentimientos contradictorios: por un lado, me gustan, porque todo lo relacionado con el mundo rural me fascina; pero, al mismo tiempo, estas actividades son una trivialización y hasta una «perversión» de la cultura rural, una idea que expuse hace unos días en el VIII Congreso Internacional de Turismo Rural y Desarrollo Sostenible, que se celebró en Chaves (Portugal).

Si hace apenas unos años los modos de vida de las gentes del campo eran despreciados, lo curioso es que algunos de los signos y símbolos tradicionales que eran la columna vertebral de la cultura rural se consumen en la actualidad con una voracidad casi insaciable. ¿Qué ha sucedido para que los elementos que antaño eran catalogados de «atrasados» se conviertan en atractivos turísticos y sean, en muchos casos, el eje central de las fiestas de los pueblos? ¿Será verdad que la cultura rural, despreciada en otros tiempos, estaría renaciendo de sus propias cenizas? Mi tesis es que esta supuesta revitalización de algunas expresiones de la cultura rural, que es visible e incuestionable, forma parte de un proceso de cambio social que apenas es controlado por los habitantes del medio rural. Si esto fuera verdad, nos encontraríamos con que, una vez más, la sociedad rural seguiría estando subordinada a los intereses de las poblaciones foráneas: antaño para despreciarla y desacreditarla y ahora para utilizarla como nuevo objeto de consumo. Olvídense, sin embargo, de estas reflexiones, y disfruten de las fiestas, que es lo que toca en estos momentos.