Ayer comenzó el atletismo, lo que supone el despegue de los auténticos Juegos. Todo lo demás, incluidas las amarguras hispanas; las venturas y desventuras de Michael Phelps; las correrías de Pau Gasol con su bandera o las trifulcas arbitrales de costumbre, no han sido sino los prolegómenos, el ropaje que envuelve al rey de los deportes que comparece en los Juegos Olímpicos.

Se trata no sólo del deporte esencial que da origen a otros muchos, sino también del primero que se practicó en la antigua Grecia, donde eran frecuentes sus manifestaciones con ocasión de las celebraciones religiosas. La competición atlética más antigua es el estadio, una carrera de unos 192 metros en línea recta.

El atletismo fue la base de los primeros Juegos Olímpicos, desde los disputados en el año 776 a.C. y que se prolongan hasta el 393, cuando son abolidos por el emperador romano Teodosio. Y por supuesto, en 1986, al reanudarse en Atenas los Juegos de la era moderna, el mayor contenido del programa está dedicado al atletismo, lo que le convierte en el cordón umbilical que une a la competición con su matriz.

Carreras, saltos y lanzamientos son las tres especialidades atléticas. Correr, saltar y lanzar son precisamente las tres actividades del hombre primitivo que luego se reconvierten en el complemento lúdico de los primeros espacios y tiempos dedicados al ocio. Cada persona es un atleta en potencia y a partir de esa premisa se desarrollan una larga serie de prácticas deportivas que vienen a ser como el atletismo pero con algún componente añadido que sirve de handicap para complicarlo.

Así pues, y hasta el próximo domingo, dispongámonos durante unos días a un tratamiento intensivo de autoafirmación de la personalidad: todos seremos jamaicanos y correremos con/como Usain Bolt. Todos persiguiendo el sueño imposible. Que haya suerte.