Conocí a Miguel García-Posada en 1964 cuando, procedente de Sevilla, llegó a la Universidad de Salamanca para continuar sus estudios de Filosofía y Letras en la sección de Filología Románica. Éramos pocos alumnos en el curso, lo que facilitó que rápidamente entabláramos una buena relación de amistad. Con él llegó también otro sevillano, Juan Alfredo Bellón, que en la actualidad es profesor de la Universidad de Granada. Ellos fueron los que me inocularon el virus del flamenco, hasta entonces solo había escuchado cantar en tabernas, además de las inolvidables noches del bar Rocío, en Zamora. Me hablaron de un recital poético-flamenco que se había celebrado en Sevilla el curso anterior, organizado por Agustín García Calvo, en el que recitaron poemas tanto Agustín como Ricardo Molina, del grupo Cántico, y al final había cantado Antonio Mairena. Quizá sea esta la primera vez que entra el flamenco en la universidad. Este recuerdo propició que me invitaran a pasar unos días en una de sus casas, en Sevilla. Y así fue, nos trasladamos a la capital hispalense, ciudad que dejará en mí una profunda huella. Por entonces Paco Lira, con el que iniciaría una sincera amistad, había convertido unas caballerizas en un local con fuertes inquietudes culturales al que llamaba La Cuadra. Allí comenzó a dar los primeros pasos teatrales Salvador Távora y su primer espectáculo «Quejío». Y allí también se organizaban veladas de flamenco, una de las cuales tuvimos la suerte de presenciar. Se trataba de un recital con la participación de El Perlo de Triana, Chocolate y Antonio Mairena, con la guitarra del Chico Melchor. Aquello supuso para mí no solo una relación de amistad con el maestro Antonio Mairena, sino también la posibilidad de conocer a personajes inolvidables como Tomás Torre o Curro Mairena, que se encontraban allí acompañando a Antonio.

A la vuelta, nuestra amistad se fue afianzando, hablábamos fundamentalmente de poesía, Miguel García-Posada era un gran lector, de una sensibilidad exquisita, con una honda preocupación por los poetas malditos, sería el primero que me puso en contacto con Luis Cernuda, poeta al que veneraba quizá porque se encontraba sumido en una profunda soledad, algo que Miguel también sufría desde la trágica muerte de su padre en un accidente de moto. «Pero el sufrimiento no acababa nunca», escribió en su poemario «El Paraíso y las Hachas», libro que por aquellos días comentábamos, bajo la influencia de la poesía social, y del que tanto ha renegado. Por entonces estaba también obsesionado con la lectura de Federico García Lorca, poeta al que dedicaría buena parte de su vida, «poeta que leí en el oro de mi adolescencia», dice en sus memorias y con el que se sintió identificado siempre, hasta el punto de realizar un trabajo impecable y exhaustivo de su obra, referente indispensable para el estudio de la obra del poeta granadino. Pero por aquellos años la situación en la facultad no era muy buena, eran años convulsos, de una gran agitación general que acabó con la expulsión en Madrid de García Calvo, Aranguren y Tierno Galván. En Salamanca la situación era similar, la represión provocaba un tremendo desencanto entre los estudiantes, a mí me detuvieron acusado de pertenecer al PC, huelgas y manifestaciones se sucedían ante la incomprensión de la ciudad. La situación académica tampoco era alentadora, un constructor y un falangista eran los encargados de la literatura española, acompañados de un profesor que presumía de hacer el pino en clase y de su mujer, profesora también, que era tremendamente desagradable, injusta y cruel. Esta situación motivó la salida de Salamanca de varios alumnos, entre los que nos encontrábamos Miguel, que iría a Granada, y yo, que fui a Oviedo, allí terminaríamos nuestros estudios universitarios. Nuestra relación se vería truncada, aunque sobrevivió un vínculo epistolar. Hará quince años que vino a visitarme a La Huerta de Santa Cristina con su mujer, lo que supuso el reinicio de nuestra amistad duradera. He pasado en varias ocasiones por su despacho de la calle de Atocha, en la Consejería de Educación, allí he observado la progresión de su enfermedad, me ha enviado sus últimas obras y, sobre todo, hemos comentado su polémico libro de memorias, que tanto ha molestado a algunos y del que en parte soy testigo. Por encima de todo, era una persona de una larga cultura, trabajador incansable, de fina sensibilidad, hombre comprometido con el tiempo que le ha tocado vivir, que nos deja una obra que sobrevivirá y a la que habrá que acudir con más frecuencia de lo que algunos creen. Su fino sentido crítico será recordado por los que seguíamos sus artículos. Descansa en paz, amigo, compañero.