Derrotada incluso en Suecia, antiguo paraíso de la socialdemocracia, la izquierda que hace apenas una década reinaba mayoritariamente en Europa vive hoy un sorprendente ocaso. No se trata tan sólo del simbólico bastión sueco. Más significativos aún que los símbolos son los números que conceden a la oleada conservadora el gobierno en 21 de los 27 Estados de la Unión.

Cuesta encontrar una explicación a este derrumbe. Lo habitual en tiempos de tribulación económica es que los votantes busquen refugio en las políticas «sociales» de los partidos socialdemócratas, pero la regla no se ha cumplido esta vez. Quizá ocurra que la socialdemocracia europea en el poder ha hecho más o menos lo mismo que los conservadores y, puestos a elegir, los ciudadanos prefirieron el original a la copia. Al parecer, los rojos pierden mucho glamour -y votos, y gobiernos- a medida que se hacen de derechas.

El ejemplo más notable lo ofreció en su día el británico Tony Blair al revelarse como un seguidor casi ortodoxo de la línea política neoconservadora de Margaret Thatcher; pero no fue en modo alguno el único.

Basta con observar estos días a Zapatero bajando a los infiernos capitalistas de Wall Street para reunirse con los mismos especuladores a quienes hace sólo unos meses culpaba de la crisis financiera mundial y de la española en particular. Ahora es un alumno aplicado que intenta obtener la aprobación de ese severo tribunal para sus recortes de gastos sociales, su lucha contra el déficit, sus ajustes presupuestarios y otras asignaturas que según parece tenía pendientes. A todos ellos -incluido el acreditado tiburón George Soros-, Zapatero les ha prometido ser bueno y hacer todo aquello que antes dijo que iba a hacer la derecha en caso de que no ganase la izquierda. Es natural que sus votantes anden algo confundidos.

Poseído tal vez por la típica furia del converso, el primer ministro español que ayer era socialdemócrata y hoy profesa de derechista se ha extralimitado un tanto, eso sí, en la aplicación de las tradicionales recetas conservadoras contra la crisis. La rebaja de sueldos y la congelación de pensiones, por ejemplo, son medidas que apenas tienen parangón en Europa, si exceptuamos a la Grecia descalabrada por la quiebra.

Lo cierto, sin embargo, es que ni el ejemplo de Blair ni la aún más fulgurante transfiguración ideológica de Zapatero constituyen anécdotas aisladas. En realidad, la historia de la socialdemocracia en Europa es la de una permanente rectificación de ideas que ha ido acercando sus postulados a los de la derecha más o menos conservadora.

El caso de los socialistas españoles bien pudiera ser todo un paradigma. A Felipe González le costó Dios, ayuda y un amago de dimisión el conseguir que sus correligionarios renunciasen a la fe en Carlos Marx que el PSOE mantenía en época aún tan reciente como la de los años ochenta. Otras renuncias vendrían después, ya sin tantas dificultades. La entrada en la OTAN, por ejemplo, o la aceptación de la economía de mercado -en corto: el capitalismo- como fórmula más idónea o menos mala para la buena marcha de las finanzas de un país.

Todo eso ya lo habían hecho muchos años antes los socialdemócratas del resto de Europa que apadrinaron el (re)nacimiento del PSOE tras su virtual desaparición bajo la dictadura franquista. El socialismo español pudo parecer más radical que la media en determinados momentos, pero lo cierto es que la crisis lo ha vuelto tan conservador como cualquier otro de sus pares europeos, si no más.

Forzada a aplicar los remedios típicos de la derecha por falta -aparente- de ideas propias, la izquierda ha acabado por sembrar la perplejidad entre su clientela. Tanto que, emplazados a escoger entre conservadores genuinos y socialdemócratas arrepentidos, los votantes parecen haber optado por los primeros, que acaso hagan lo mismo pero con más convicción. En cambio, la izquierda pierde al hacerse de derechas. No hay más que ver el mapa electoral de Europa.