No estoy seguro de que cualquier energúmeno, allá por los años 1820, saliese a la calle vociferando este u otro parecido grito que encabeza el artículo, pero sí sabemos de cómo nuestros venerables antepasados estaban soliviantados con la tarea que suponía acabar de una vez con unas murallas que tan inconvenientes les parecían para el progreso de la ciudad. Desde los propietarios de suelo, que veían el filón del negocio que esperaba detrás de aquellas murallas y el de redondear su patrimonio con sustanciosas ganancias, hasta los liberales-progresistas que veían en ellas un símbolo de la opresión de siglos y que eran un obstáculo a las ideas regeneradoras que nacían más allá de nuestras fronteras, todo un decálogo de medidas de higiene públicas y de una nueva alianza con la Naturaleza. Pues las murallas favorecían las concentraciones de aire malsano aumentando el peligro de todo tipo de contagios. También había gentes que dotadas de una mente racional y con visión del futuro veían que la ciudad así concebida ofrecía serios obstáculos para el tráfico y conexión con las nuevas comunicaciones que se estaban creando por todo el país. Tal unanimidad en la tarea de derribar las murallas liquidó literalmente anteriores prohibiciones que velaban por su integridad. Y así se pasó de la protección por parte del Estado que ejercía tanto por el valor que tenía como elemento importante de fortificación militar como de la consideración de su valor artístico que representaban algunas de sus puertas, como la de Santa Clara, posiblemente una joya de la arquitectura gótica según expertos de la época, a todo lo más opuesto. Sin escrúpulo se pasó a una situación en la que el propio Estado, propietario de las murallas, se convirtió con toda celeridad en el agente que puso a subasta para su venta los lotes en que se dividió la longitud de muralla afectada, es decir, la comprendida entre la puerta de San Torcuato y la de San Pablo. No parece que hubiese pesadumbre alguna entre la población por el sacrificio, ejecutado con todas las de la Ley. Al fin y al cabo, todas las grandes ciudades europeas habían hecho operaciones análogas. Aquí, el gesto que parecía haber doblegado la voluntad del Estado y las subastas desataron gran euforia, principalmente entre los inversores porque supuso poner en el mercado un suelo nuevo, abundante, a precios muy ventajosos y, gran parte de ellos, de primera categoría por su situación. La hazaña vino a sentar un precedente para este juego de la especulación del suelo, en la que entraron un tipo de agentes que hasta entonces habían estado ajenos a tal tipo de actividades y que vendrían posteriormente a influir en la vida de nuestra ciudad, hasta determinar la forma de su crecimiento.

Una vez desaparecido el obstáculo de la muralla, se abrió la necesidad de actuar en la ordenación de la nueva extensión de ciudad. Hasta entonces, esta zona estaba ocupada por fincas de recreo o josas, con cuyos propietarios no muy numerosos había que ponerse de acuerdo para trazar la nueva ordenación. Esta no iba a estar sometida a un trazado caprichoso como el medieval de la ciudad y prometía que iba a contar con espacios y calles ventilados y soleados, con los elementos verdes de arbolado y unos jardines de acompañamiento. Así que las buenas intenciones municipales se demostraron en las propuestas inmediatas condicionadas por los dos ejes, en el sentido de la expansión de la ciudad, que marcarían las direcciones de los nuevos trazados y el de la ronda que los cruzaba entre las dos puertas demolidas. Los ejes que marcaron la orientación del damero de calles eran el que conducía a la nueva estación de ferrocarril, desde la puerta de San Torcuato, y el eje que prolongaba la calle de Santa Clara. Del primer eje se desgajaba, en su parte final, un tramo que llegaba a tener un ancho de treinta metros por doscientos veinticuatro metros de longitud, porque se consideró que era el sitio adecuado para situar un parque de ciudad. Análogamente en la ronda existía un tramo delante de la alineación de la muralla que tenía un ancho suficiente para un ajardinamiento. Estas medidas de contar con estos ajardinamientos revelaba la impronta regeneracionista con la que se habían concebido los Ensanches, los cuales deberían contar con parques y jardines, verdaderos trasuntos de la Naturaleza, integrada en los ambientes urbanos. Pero ambas propuestas no salieron adelante sencillamente porque los propietarios limítrofes con ambas zonas señaladas para parque fueron adelantando los mojones de los linderos de sus fincas hasta hacer inviables los proyectos, una vez desaparecido el suelo destinado como verde. No obstante, los propietarios de suelo no pusieron demasiados obstáculos para ser asumidas el resto de las condiciones urbanísticas. La ordenación general comprendía la zona entre los ejes que partían de las puertas de San Torcuato y Santa Clara y sus prolongaciones hasta la carretera que cruzaba frente al cuartel hasta la nueva estación del ferrocarril. El plan en realidad era un plano de alineaciones que configuraba la trama ortogonal de calles y definía las manzanas de edificación residencial cerrada, con patios interiores. Eran las mínimas condiciones para que pudiésemos hablar de un Ensanche. Pero el resto de las ciudades españolas no fueron mucho más allá en cuanto a la ambición de sus objetivos. En España, sólo dos Ensanches tuvieron un desarrollo a nivel de propuesta total, que fueron los planes de Madrid y Barcelona, redactados por Castro y Cerdá respectivamente. También en estas ciudades las propuestas iniciales se rebajaron y condiciones tan importantes como la configuración del uso y diseño de los patios de manzana, que estaban pensadas como un espacio de uso público, se alteraron. No obstante el diseño de todos estos Ensanches dejó su huella y han venido a constituirse como las señas de identidad de la modernidad que marcó la época de gran parte de las capitales españolas.