Lo de rupestre, con perdón, no va por aquello tan conocido o supuestamente catalogado como arte del neolítico superior, sino por la afinidad que pudiera tener como moda y adoración a una costumbre popular y hasta cierto punto atávica de los siglos XX y XXI.

Los arqueólogos e investigadores del futuro, cuando caven y estudien el subsuelo de la ciudad de Zamora, allá por los años 4.000 o muchos más y descubran algunas de las vetustas aceras peatonales de nuestra pasada época, se llevarán la grata sorpresa de hallar unos raros y curiosos mosaicos, cuyas teselas no se parecen en nada a la de los romanos. Tales restos, por lógica, pasarán a los laboratorios especializados, donde les aplicarán algo parecido al carbono 14, pero con numeración centenaria, y averiguarán que eso tan enigmático era simplemente goma de mascar fosilizada.

Debido a ello, nacerán teorías de todo tipo e interminables discusiones científicas sobre los orígenes o continuidad de un arte rupestre desconocido, cuyos creadores decoraban determinadas aceras con miles y miles de pequeños discos grises y negros.

Para unos serán mapas cósmicos de la posición registrada de ciertas galaxias al comienzo de la era atómica y para otros, ofrendas a determinados superfamosos gladiadores de las arenas futbolísticas o bien un sistema primitivo para no resbalar cuando por estos pagos helaba a lo bestia.

Aparte de esa posibilidad futura de una avanzada arqueología, en la cual también puede darse el caso que nos apliquen el calificativo de marranos, lo cierto es que desde hace un montón de años y por diversidad de las indicadas aceras de nuestra ciudad, contamos con el feo y antiestético hábito de esputar el chicle a diestro y siniestro, dejando todo hecho un asco.

La realidad de tales mosaicos de goma pegada al suelo, plancha y aplastada por millares de pisadas, no lo elimina el agua y tampoco las máquinas limpiadoras. Habrá que esperar a que inventen un especial disolvente o que decreten prohibir escupir en la calle la dichosa gomita.