Fuimos a dar una vuelta por el centro. Era el segundo festivo y pensé que la gente estaría harta de ver tiendas y de gastar el dinero. Me equivoqué. El centro estaba tan populoso como cualquier otro día navideño. Luego dicen que hay crisis y que si la cuesta de enero y que no sé cuál, pero el personal continúa comprando a saco, con crisis y sin ella, con rebajas o sin ellas. No estoy habituado a presenciar la rapiña de los compradores durante las rebajas. Y la presencié en El Corte Inglés y en un par de comercios más.

En El Corte Inglés comprobé el comportamiento bárbaro de la mayoría de los compradores. Arrasan con todo. No les importan las consecuencias. Revuelven los cajones. Tiran los productos al suelo. Caen las cosas y no las recogen. Te empujan con el codo al pasar. Dejan objetos en las estanterías que no les corresponden, simplemente porque se han arrepentido en el último momento de llevar ese o aquel artículo y lo abandonan donde pillan, o tal vez porque hacen cuentas de camino a la caja y advierten que no les alcanza el presupuesto. Es un comportamiento que incluso los monos superarían. No hay civismo. Falta educación. Parece como si algunas personas hubieran sido educadas en un establo. El panorama en la planta de calzado de este edificio era desolador, casi tan apocalíptico como estuvo el metro. Cajas desperdigadas por ahí. Zapatos dispersos por todas partes. La gente se prueba los zapatos y no los devuelve al estante o a la caja. Los deja en el suelo, de lado. Los deposita encima de los asientos. Rebusca entre los anaqueles y, cuando el calzado se cae y queda en los pasillos, no se molesta en recogerlo. Sacan el papel de estraza o el cartón que los mantiene firmes y también los abandonan en el suelo. He visto innumerables papeles, cartones, cajas y botas y zapatos diseminados por ahí. Las dependientas no dan abasto. Pero la mayoría de los compradores no piensa en ellas y le importa un huevo que tengan que ir recogiendo lo que ellos tiran y abandonan y cambian de sitio. En pocos minutos, uno ya está agobiado. Se le cansan los ojos de ver gente. Compramos un par de mudas y salimos pitando de allí. En otros comercios, el espectáculo es parecido. Las alarmas suenan cuando unos entran y salen. En ocasiones excepcionales son personas que camuflan alguna prenda y les ha salido mal, y, las más de las veces, son compradores a los que no han quitado bien el chip tras sus compras en Fnac, así que los vigilantes les piden el recibo y examinan el interior de las bolsas.

En los libros no hay rebajas, así que el interior de Fnac no está tan aturdido de curiosos y de compradores como lo estuvo en días pasados, en los que era imposible curiosear entre las páginas de un libro y concentrarse en la lectura sosegada de algún pasaje. Menos mal que no hay rebajas en estos productos, porque entonces vendrían a arrasar también aquí. Se llevarían los best-seller al peso. En días anteriores, y aunque no hubo rebajas, observé el mismo comportamiento de los ciudadanos respecto a los libros, que para mí son objetos sagrados. La gente se acercaba a las pilas de novedades y dejaba la rectitud de las torres de volúmenes convertida en una S. Y se arrepentía en el último momento y dejaba libros de bolsillo en las mesas de los libros de gran formato, libros de gran formato encima de las películas, libros de música en la pila donde estaban los de cine. Uno podía pensar, al ver esa forma de mancillarlos (ni los best-seller al uso se merecen ese trato), que había pasado por allí una manada de bisontes. Pero no. Sólo eran personas: físicamente lo parecían.

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