Dios es un señor mayor con barba y pelo largo; la Virgen una jovencita de melena clara y ondulada, tez pálida y sonrisa dulce; el niño Jesús es regordete, sonrosado y con el pelo ensortijado y rubio, muy parecido a los angelitos blancos que trepan por las columnas de los altares barrocos; y Cristo tiene el pelo y barba largos, es blanco, de ojos tristes, alto y bastante delgado.

Ninguna pega se ha puesto hasta hoy a esa imagen más que la de los angelitos negros de Machín, "que también se van al cielo/ todos los negritos buenos", que no se atrevió a cantar para que se pintara un Dios, un Cristo o un Cielo, negro.

En cuanto a la Virgen, una de las más atrevidas es la "Moreneta" de los catalanes, que mira tú por cuanto en eso sí que pueden apoyar un hecho diferencial y hasta una nación.

Más allá de estas representaciones, han sido contados los escándalos en torno a los símbolos religiosos de ciertos artistas transgresores o de políticos en el punto de mira -como la corona de espinas convertida en "souvenir" para turistas de Carod- y sólo si se salían de lo correcto y respetuoso, que no sé quién lo dicta, porque a mí siempre me han atemorizado los sacrificios y martirios de los santos de antes.

La iconografía barroca a la que tan acostumbrados estamos en estas tierras, pasó de darme miedo de pequeña cuando veía los pasos de Cristos ensangrentados, a transformarse en un sentimiento de pena y empatía masoquista cuando, con el uso de razón y comunión primera, me inculcaron que Cristo había muerto para salvarme de mis pecados, que entonces no iban más allá de reñir con mis hermanos, despistarme en las aburridas misas y alguna mentira cuando me preguntaban por ejemplo si me había comido el pan de la merienda que con gran sentimiento de culpa abandonaba en la calle, tras darle un beso, para que se lo comieran los pájaros porque a mí sólo me entraba el chocolate de la merienda.

Si hubiera seguido por ese camino, seguramente estaría dando bofetadas al que tirase el pan nuestro de cada día sin beso previo para hacer se perdonar, o al que como Máximo, el humorista, dibujase a Dios dudando sobre el mundo, como el hombre de barro creado a su imagen y semejanza y la mujer-costilla del rey de la creación.

Quizá por eso del orgullo de ser semejantes a Dios, no está mal visto el rostro de Dios en la cultura occidental, y podemos permitirnos el humor, aunque tierno, y la ironía, sólo suave, con un Dios que nos hizo o le hicimos parecido a nosotros.

Pero no nos engañemos con nuestra supuesta superioridad moral frente a los radicales integristas musulmanes que queman las embajadas de los países, que han permitido publicar una caricatura de Mahoma con una bomba por turbante.

¿Estamos seguros de no reaccionar igual o parecido ante el ultraje de un dios desnudo y de piel oscura como los nativos de una tribu amazónica, o de una Virgen con los pechos al aire?

Muestras de intransigencia ya ha habido cuando se han escrito libros o pasado películas que dudaban de la divinidad de Jesús, o decían sencillamente que se enamoró y tuvo hijos de mujer como cualquier hombre.

Y eso a pesar de que con sus palabras, las de los que le oyeron y conocieron de cerca, nos dijo que Dios tenía el rostro de los pobres o que se le podía encontrar en cada pequeñajo que se te acerca.

Incluso dijo que amar a Dios era amar al prójimo, por muy prójimo que esté hecho: aunque te queme la embajada o crea en otro dios sin rostro ni caricatura posible.

Ningún dios merece que los hombres se odien en su nombre, porque ningún hombre merece creer en un dios cuyo rostro no sea como el nuestro, como el de cada uno de nosotros.

También negro, Machín, aunque no te atreviste a cantarlo.

También con cara de mujer, desnuda o cubierta con un burka.