Mi primo me presta un juego de llaves de la casa y el portal. Salgo a dar una vuelta por el barrio. Veo jardines, aspersores que empapan las piernas y familias en las terrazas. Al regresar, saco la llave y la introduzco en la cerradura del portal. Entro, pero como voy hablando no me pregunto por qué el zaguán parece distinto. Tal vez no había advertido su diseño interior. Dentro del ascensor pulso el botón. Cuando llegamos, elijo la otra llave, pero no entra. No logro que encaje en la cerradura, y me acuso de torpeza. Quien conmigo va se fija en que, en el recibidor entre ambas puertas, hay cuadros. Los habrán colocado en este intervalo, digo o pienso. Trato de meter la llave y observo que, junto al marco exterior de la puerta, hay otro cuadro. Antes no había ninguno. Es para volverse loco, igual que si hubiese entrado en una dimensión desconocida. Todo es idéntico, pero no lo es. En el ascensor, reparo en que el panel de botones está enfrente de donde solía estar. Salimos del edificio. El verdadero portal es el contiguo. Luego me explicarán que la llave sirve para todos los portales de aquel conjunto de edificios. Me figuro a muchos trabajadores regresando durante el crepúsculo a casa, extenuados por la jornada, muertos de sueño, hambrientos, con la vista nublada, metiéndose en portales ajenos, tratando de abrir puertas tras las que no viven ni ellos ni sus familias, pulsando el timbre de otras casas. Una vez leí un cuento de un empleado cansadísimo que se equivoca de domicilio, pero tanto él como su falsa mujer prosiguen con la tramoya de sus papeles y se acomodan a ellos, fingiendo que se conocen de siempre.

Días después, a las siete en punto de la mañana, suena el teléfono. No me refiero al móvil, sino al teléfono fijo, una rareza en estos tiempos. Los timbrazos me sacuden y despiertan. Me incorporo. El aparato está junto a la cama en la que duermo. Antes de descolgar, por si fuese una mala noticia, compruebo la hora y respiro hondo. Se oye la voz de una mujer. Dice algo de un hotel. Pero yo estoy aún medio dormido. La cabeza trabaja fatal cuando le despiertan a uno de un susto. Asocio hotel con la búsqueda reciente de una ciudad para las vacaciones por parte de mi primo. La mujer, en tono agresivo, me pregunta la dirección. A esas horas, no recuerdo muy bien dónde vivo, y por la mente se me pasean varias direcciones. Le digo la correcta. El nombre de la calle, el número, el piso, la letra. Supongo, ahogado aún en el sopor, que necesitan los datos domiciliarios para proceder a alguna gestión. La mujer me pide una referencia. ¿Perdón? Sí, una referencia para llegar hasta allí. Nombro el barrio, preguntándome por qué en un hotel quieren saber cómo conducirse hasta un particular. Eso ya lo sé, ruge. Le digo que cae cerca del aeropuerto. También lo sabe. Oiga, sólo quiero una referencia para saber cómo llegar. Mire, me disculpo, llevo poco tiempo viviendo aquí y no sé darle referencias. El tono se vuelve más agresivo y dice: ¿En qué trabaja usted? Pero la comunicación se corta. Cuando te despiertan a esas horas (dignas de interrogatorio), podrías responder a cualquier cosa. Si me hubiera pedido el número de mi tarjeta de crédito y la contraseña, se la hubiese dado. Más tarde, buscando explicaciones, me dirán que el número de teléfono es parecido al de un hotel. La gente llama preguntando por la ubicación del hotel. Por eso, a veces, cuando uno descuelga el aparato, oye voces en inglés o en alemán. Ella debió pensar que yo era un recepcionista vago.

Los equívocos incomodan cuando nos suceden. Pero luego, pasados el susto y la vergüenza, son una delicia. Uno los rememora una y otra vez, y les busca distintas soluciones, y paladea las casualidades como un zumo de verano.

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