Está de moda mentar la libertad de expresión, pero se habla poco de la libertad de expresión. Sobre todo, porque la idea que se repite, la de que tenemos derecho a decir las cosas sin que nos censuren, es un argumento propagandístico. Es decir, un argumento que apela a un beneficio personal para movilizarnos bajo una consigna que busca transformar la vida pública. Suena bien y es animoso, pero no informa sobre la libertad de expresión y sus condiciones; no explica que la libertad de expresión es sinónimo de diálogo y que solo se puede defender con educación.

Imaginémonos en la soledad del desierto. Podemos decir lo que queramos a gritos sin que nadie juzgue nuestro lenguaje. ¿Estamos disfrutando de nuestra libertad de expresión? ¿Es lo que pedimos cuando reclamamos más libertad de expresión? No, porque lo que pedimos no es decir las cosas sin tapujos. Lo que reclamamos, frente a la censura, es que nos escuchen.

Pero claro, la solución no es obligar al resto a que nos escuche, como si fuésemos Luis XV o el que más grita en el bar. Nuestra libertad de expresión no termina allá donde llega nuestra voz, termina cuando dejamos de escuchar; y no podemos olvidar que cuando gritamos ni siquiera nosotros mismos nos escuchamos. Para que la esfera pública funcione correctamente tenemos que actuar de manera responsable. Entender que la atención del público es limitada, y que si la colapsamos, su mente se ofusca. Como cuando un bebé no para de llorar y te desesperas porque no sabe explicar qué le pasa; o cuando golpeas la pared de tu vecino para que baje la música en vez de llamar a su puerta.

Solo pierdes tu libertad de expresión cuando no hay conversación. Imaginemos que LA OPINIÓN rechaza publicar este texto después de leerlo, porque considera que no es relevante para su público. No, no me está censurando. Todo lo contrario, está actuando según lo que hemos convenido y mi voz ha sido tratada con un criterio que conozco y acepto. La censura requiere que nos saltemos las reglas del juego. Son cosas como lo que pasa en China cuando envías un SMS y nunca llega porque hay una lista de palabras prohibidas, o cuando mi jefe me advierte que si voy a una manifestación puedo perder mi trabajo. Censurar es romper los acuerdos que permiten la comunicación, para bloquear el diálogo.

Por todo esto, la censura solo puede evitarse con educación. Porque cuando ejerces tu libertad de expresión participas en el proceso comunicativo común, y necesitas hablar bien y escuchar mejor; competencias que practicamos en la Escuela. Y ese es el quid de la dimensión socializadora de la educación, el motivo por el que se insiste en introducir asambleas en los colegios, y la razón por la que los docentes tenemos que escuchar siempre.

Una sociedad democrática pide a su profesorado, nos pide, dar ejemplo de cómo hablar y cuándo callar. Si nosotros no escuchamos, el aula no va a escuchar y las competencias que reclama la esfera pública no se trabajan. Hoy tenemos que dictar menos y fomentar el diálogo en el aula, que se pueda plantear cualquier duda y que cualquiera pueda responder. Necesitamos que la escuela sea el ejemplo de que la libertad de expresión es el diálogo, y que la censura no aporta nada.

La democracia necesita una ciudadanía con voz e instituciones con oído. El aula es el foro de la ciudadanía futura, donde debemos descubrir nuestra propia voz y la de nuestros conciudadanos. Porque, cuando el poder reside en el pueblo, las instituciones políticas están ocupadas por la propia ciudadanía, y son nuestras orejas las que escuchan nuestras voces (o deciden no hacerlo).