La primera vez en mi vida que entré en la redacción del viejo y centenario periódico vallisoletano, una redacción pequeña, entrañable y acogedora como todas las de entonces, tuve la oportunidad de ver al fondo a Miguel Delibes que ya era famoso y prestigioso como novelista, sentado a la mesa de su despacho de director, un amplio despacho siempre abierto de cara a la redacción. Llevaba una cazadora de ante que le acompañaba a muchas partes. Luego no le volvería a ver hasta unos años más tarde, ya en la década de los sesenta, cuando el mismo Delibes favoreció personalmente mi ingreso como redactor.

En aquella época, la redacción seguía siendo de lujo, pero Miguel Delibes ya no era director del periódico. Las presiones oficiales y de la censura le habían hecho dejar el cargo a la postre, tras diversas y penosas vicisitudes de todo género, amenazas incluidas. Así que ocupaba entonces el cargo de delegado del Consejo en la redacción. De hecho, era como si fuese el director, a casi todos los efectos, y así era admitido incluso por el propio director. Ya no andaban por allí ni Umbral, ni Leguineche, que triunfaban en Madrid como antes lo habían hecho en Valladolid. Pero aun quedaban Pepe Jiménez Lozano como subdirector, otro escritor que gozaría luego de los más importantes premios literarios, y el salmantino Emilio Salcedo, autor de la mejor biografía de Unamuno que se conoce, y Félix Antonio González, extraordinario poeta y toda una institución periodística, y Julián Lago, que acabaría siendo popular en la tele, y otros más, muchos ya desaparecidos. Y sobre todo, lo más importante: Miguel Delibes al frente.

No tenía despacho entonces y cuando llegaba por las tardes, a primeras horas, se acomodaba en la sala de los dibujantes, al lado de la redacción, sobre un tablero que ejercía de mesa. Un día entre semana se reunía con el director y el subdirector, en lo que llamaban el consejillo, para perfilar la línea editorial ante los acontecimientos de actualidad y preparar los editoriales a publicar. Pero todos los días pasaba por la redacción, a charlar con la gente. Recuerdo como una vez nos contó que le acababan de pedir que escribiese una nueva novela para darle de antemano el premio mejor dotado económicamente de España y cómo lo había rechazado, indignado por el pretendido fraude. Y recuerdo cómo festejamos, entre bromas, el día que cumplió cincuenta años. Cuando visitaba la redacción solía sentarse al fondo, ante cualquier mesa sin ocupar, y liaba a veces la picadura de tabaco en papel de fumar con una perfección que pasó a ser un ritual clásico, tanto que cuando llegaban de Madrid o de donde fuese a hacerle entrevistas y fotos, no le quedaba más remedio que sacar la cajetilla de caldo de gallina y ponerse a liar un pitillo.

A Miguel Delibes sólo le ha faltado una cosa: el Nobel. Nadie lo ha merecido tanto y tan reiteradamente. Releyendo todas y cada una de sus novelas puede apreciarse su plena vigencia tantos años después. Se rió un poco cuando se lo volví a comentar, por teléfono, hace unos cuantos años. Desde que salí de Valladolid no había vuelto a verle y le llamé para invitarle al Club de La Opinión, pero ya apenas salía de casa. Me dijo, no obstante, que le hubiese gustado porque seguía sintiéndose periodista.