Cuenta una leyenda japonesa que toda persona tiene atado a su meñique un hilo rojo imaginario que le conduce hacia otra persona con la que hará historia. Puede que algo de ese mito nipón haya guiado el destino irrevocable de Silvia Corral Moralejo desde su Argentina natal hasta Argusino, el pueblo de sus bisabuelos, Buenaventura Moralejo Fuentes y Beatriz López Peñas.

Miles de kilómetros separan a esta licenciada en finanzas y abogada (ya jubilada después de trabajar 35 años en un banco), del territorio de sus ancestros. Pero ella transformó esa distancia en pura ficción desde que, siendo muy niña, se empapó de los sentimientos de su abuelo, con el que compartió vivencias e interminables pláticas sobre la odisea de esos argusinejos que en el año 1896 cruzaron el océano, primero hacia Brasil y en 1906 a la pampa argentina.

"Desde que tuve conocimiento sentí como si mi familia estuviera en Argusino; se dedicaban a la agricultura y la ganadería, sembraban todo tipo de verduras, frutales, tenían las gallinas". Cuenta que aquellos osados emigrantes vivían en una quinta bulliciosa, que acogía a una tropa de hijos, nueras y nietos, donde a falta de escuela cercana, el bisabuelo contrató a "un alemán loco que vagaba por aquellas tierras". "Era una persona muy emprendedora e interesada por la educación" describe Silvia Corral, conocedora del periplo familiar gracias a una temprana curiosidad que le permitido armar el árbol genealógico de los Moralejo y bucear en su historia hasta cumplir su sueño de retornar al origen.

Fue tal el mimetismo de la familia con Argusino que "cuando vinieron a Argentina tenían el mismo estilo de vida que si estuvieran viviendo en un pueblo español. De hecho había una asociación española de la que mi abuelo, Bernardo Moralejo, fue su presidente y todos los años celebraban romerías, iban gaiteros, cantaoras y bailarinas, recorrían las calles, iban casa por casa y se tomaba sidra".

Y Silvia fue la receptora de esa transmisión cultural. "Esos valores yo los heredé de mi abuelo, con el que tuve la relación más importante de mi vida; cuando se asentaron en Pasteur (un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde nació su padre), me llevaba al campo, plantábamos semillas, veíamos todo el proceso de crecimiento, yo le ayudaba a cosechar, contábamos las vacas, caminábamos".

No está documentado, pero la información que ha recopilado Silvia apunta a razones políticas las que obligaron a su bisabuelo Buenaventura a abandonar Argusino con su familia cuando tenía 43 años. El matrimonio partió con cuatro hijos, uno de los cuales falleció en la travesía, pero en el barco "iba un nenito polizón de 11 años, que mis bisabuelos adoptaron como un hijo más; de hecho, cuando se hizo la sucesión, Hilario recibió exactamente la mismo que los demás. Eso a mí siempre me demostró los valores de los argusinejos" cuenta emocionada y con una distinguida vitalidad.

Es su segundo retorno a Argusino. El primero fue el año pasado, cuando después de una incansable investigación de años -"yo no me daba por vencida"-, se encontró en las búsquedas de Google con "Argusino Vive", la asociación creada para conmemorar el 50 aniversario de la desaparición del pueblo.

En ese viaje iniciático se encontró con un mar de agua sepultando al pueblo. "Cuando me enteré de había desaparecido Argusino me agarró una desazón terrible, dije nunca voy a conocer mi tierra primigenia, pero soy muy constante y al final logré localizar el lugar que buscaba".

Ocurrió que el año pasado, aprovechando la penosa sequía que descubrió las ruinas, se adentró en el embalse de la mano de Consuelo, otra argusineja. "Cuando el agua nos llegaba a la rodilla tocamos la pared del cementerio y sentí una emoción... Sentí que fue mi segundo bautismo, llegué al lugar primigenio, al centro de mi ser" se sincera con la sensibilidad a flor de piel.

En aquel momento Silvia se prometió que retornaría cada año a Argusino. Y lo ha hecho con su hija y su nieto, Marina y Benjamín (residentes en Estados Unidos), cuarta y quinta generación de argusinejos que obran la proeza de volver a la génesis. "Pareciera que Argusino se está globalizando y crece, aunque esté inundado por el agua de la represa". Porque lo que Silvia nunca podría imaginar es que esa sombra de Argusino que le ha perseguido a lo largo de su vida permanece sumergida pero a la vez es un pueblo tan desaparecido en lo físico como vivo en lo sentimental.

"Tanto mi abuelo como mi mamá me transmitieron muchas cosas, y eso hizo que yo siempre quisiera venir. Siempre se hablaba del pueblo y de España como un lugar natural". Esa obsesión por llegar al origen explica que Silvia viaje con las castañuelas de su bisabuela, "hechas a mano con encina argusineja, con un corazón y un molino tallados", que mostró durante al fiesta del 51 aniversario de la desaparición de Argusino. "Estas son las castañuelas de madera de encina argusineja que en 1896 cruzaron un océano para llegar a Brasil y después de unos años, seguir camino hacia la pampa argentina. Son un símbolo de que la memoria y las raíces son mas fuertes que las decisiones circunstanciales del hombre" clamó Silvia Corral a la vera del embalse.

Fue un acto de confraternizacón de "Argusino Vive" con argentinos descendientes de argusinejos, inmortalizado en una placa que ocupará un lugar privilegiado en la ermita y su entorno, el espacio físico al que se aferran estos sayagueses para retener el territorio que les usurpó el "progreso".

Silvia Corral Moralejo forma parte de esa comunidad de argusinejos unidos por un inquebrantable cordón que mantiene el pueblo más vivo que muchos de los que existen físicamente. "Mientras pueda volveré cada año".