Su destino fue aventado por un marrajo del Cura Valverde una tarde polvorienta del estío más cabrón. Allí pudo estar su ecuador. En la arena de albero de la plaza de Las Ventas en una corrida adjetivada de temporada (que ya son ganas y mala leche). Nadie antes de entonces quería vérselas con bureles con sangre revirada del Conde de la Corte. Allí estaba él, hace, yo qué sé, entre quince y veinte años, que la memoria ya se mancha de todo lo que pilla. Toreó como un gladiador, horizontal y vertical, lidiando sombras y suspiros. Cortó una oreja y a punto estuvo de llevarse la segunda a su esportón. Si así hubiera sido, su destino, seguramente, hubiera cambiado. Pero no fue así.

Después vino la corrida de la Comunidad de Madrid, una cogida, un paseíllo con el muslo herido, el olvido, los festejos en América, los festivales en España, décadas y décadas intentando entrar en las ferias de postín, una vocación granítica, a veces tan obstinada que ha chocado con la entraña familiar.

Ahí sigue, soñando sueños de luces, dibujando pases de pecho de cabeza a rabo, naturales imposibles con el astado atado a la cintura y bebiendo sorbos de la arena más seminal. Nadie puede decir que no sea torero. Lo es más que las figuras, que viven -bien- de pasaportar borreguitos pastueños. Él lleva la afición en la sangre, y muchas veces duele en el costado, tanto que dan ganas de maldecir. Pero no, quien nace torero muere torero... y ganadero. Hace nada compró una vacada y ahí la tiene en un pueblo de Toledo. Ahora hay que esperar. Como siempre.

Eduardo Román Lucero (Vadillo de la Guareña, 8 de enero de 1956) no tiene miedo a los años. «Los toros nunca piden el carné de identidad», dijo una vez. Gran verdad, por cierto, pero los años suelen llenar la vida de compromisos, algunos son tan íntimos como Carmen o las dos niñas, y por ellos hay que doblar el destino, en esas está.

Este domingo vuelve a su tierra. Hacía cinco años que no toreaba en Zamora. La última vez hizo el paseíllo en el mismo sitio en que lo hará el día 26, en San Miguel de la Ribera. «Me han dado pocas oportunidades en mi provincia, siempre he tenido que luchar por conseguir entrar en los carteles y uno también se cansa».

Ha tenido que buscarse la vida fuera de la tierra que lo vio nacer, como tantos otros zamoranos que han marchado de la claridad al humo sólo por conseguir trabajo y untar de realidad un futuro asido al aire.

Eso sí, el pasado no se olvida. Queda ahí como una arruga en el interior del zapato, que dice aquí estoy yo cuando apretamos el paso. «Fue en la dehesa de los Molero (hoy una finca vitivinícola, propiedad de Alejandro Fernandez, dueño de la firma Pesquera), allí empezó mi sueño. La primera vaquilla la toreé con sólo ocho años. Hasta allí me escapaba y allí empecé a alimentar la afición». Román Lucero sonríe y mira sin ver hacia la pared de ladrillo cara vista manchado de marfil junto a la que habla con el periodista.

Más que alimentar la afición, en la finca de los hermanos Molero, una dehesa enclavada en el término de Vadillo, su pueblo, con un hierro que llegó a sacar pecho en las plazas más importantes del país, se pinchó con la obsesión en que a veces se convierte la fiesta nacional. Y desde entonces, desde hace más de cuarenta años, toda su vida ha girado en torno al toro, no hay más círculo en el círculo.

Cuenta con los dedos de una mano las actuaciones en la provincia después de tomar su alternativa en Bolaños de Calatrava (15 de julio de 1988) de manos de Marcos Valverde. Alguna vez ha toreado en su pueblo, también en San Miguel de la Ribera y en Zamora (Festival de Asprosub).

Tiene muchas espinas clavadas: Fuentesaúco, la Feria de San Pedro de la capital, Benavente... «No se caracteriza esta provincia por ayudar a sus hijos, más bien lo contrario...». Pero da igual, como han hecho otros muchos toreros españoles, durante años Román Lucero voló sobre el Atlántico en busca de nuevas tierras, de nuevos festejos taurinos. En Méjico consiguió cierto cartel y era un fijo en todas las ferias. De ese ir y venir le queda una mota de soledad en sus ojos y una arroba de nostalgia en su corazón.

El ABC en una presentación antes de una de las corridas de temporada que toreó hace años en Las Ventas, lo definió como torero valeroso. Pues claro, y largo. Y lidiador. Y lleno de arte, que para él el ruedo es el tajo y el lugar donde trenzar ilusiones con una técnica musculada aprendida en mil tentaderos y en un millón de ratos de reflexión en la campiña de Vadillo cuando, en los inviernos abrigados con la mala leche de la helada, espera a que salte la rabona mientras acaricia la collera de galgos.

Ahora su sueño vive a las puertas de Aranjuez. Son los frutos de 50 vacas de vientre que compró hace tres años con el dinero ganado en América. «Ya he vendido 25 novillos y espero ir, poco a poco, haciéndome un nombre en el mundo de los ganaderos». Los tiempos están difíciles y la crisis no perdona. Los pueblos celebran menos festejos taurinos y hay reducciones de presupuesto en todos los municipios.

«Mi presencia en el cartel del domingo de Vadillo tiene que ver con un afán personal. Me puse en contacto con Dani (el concejal de Festejos) y después de muchas negociaciones y de ver mil y una posibilidades, llegamos a un acuerdo». «Estoy convencido -añade Román Lucero- que el festival y el resto de festejos van a ser del gusto de los espectadores. Yo, desde luego, voy a poner todo de mi parte. Y estoy convencido de que el resto del cartel va a cumplir con creces. Oscar Higares, por ejemplo, es un gran torero y llega a San Miguel de la Ribera más hecho que nunca».