Muchos han sido los avisos a lo largo de la historia de España anunciando que algún día un iluminado iba a romper la convivencia de los españoles. Ha habido tantos avisos y tantos fuegos de artificio anunciando ese momento, que nadie creía que eso podía pasar pensando quizá, como en la historia de Pedro y el Lobo que era una broma de mal gusto. Desgraciadamente el lobo llegó y el daño provocado va a ser difícil de reparar.

No hay que esperar para constatar, independientemente de lo que suceda el 1-O, que Cataluña está rota y que el resto de los españoles miran con recelo a una comunidad autónoma que tradicionalmente ha pugnado por autogobernarse, fuera del Estado Español.

La confrontación política que está viviendo Cataluña ha calado en una sociedad cada vez más fracturada. Los fanáticos independentistas, alentados por una burguesía catalana que no sabe vivir en democracia y que necesita tener un Estado propio para seguir manteniendo sus privilegios sociales y económicos, han consolidado la línea de división entre los ciudadanos en función de su adhesión o no a la propuesta secesionista. El estar conmigo o estar contra mí es una disyuntiva muy grave que altera la convivencia al acentuar el extremismo en los posicionamientos y daña irremisiblemente el sistema democrático.

Está muy bien reconocer las bondades de la transición, pero no es bueno recrearse sólo en ellas sin hacer autocrítica a la inoperancia de los grandes partidos en desarrollar políticas encaminadas a mejorar el estado de las autonomías, hacia un modelo democrático solidario y más equilibrado.

Somos muchos los que hemos denunciado la injusticia que supone que haya autonomías de primera, de segunda y hasta de tercera división y no digamos el agravio que supuso a la Región Histórica de León que ni siquiera se la tuviese en cuenta en el diseño del nuevo Estado Español, a pesar de estar reconocido y amparado por el artículo 143 de la Constitución Española su derecho a la autonomía.

Todo esto existe porque estar en el poder tiene su peaje y así a los grandes partidos que han gobernado España no les ha importado dejar campar a sus anchas a los nacionalismos con tal de obtener apoyos parlamentarios. Ejemplo sangrante de cómo el nacionalismo catalán ha ido inculcando el sentimiento antiespañol con total impunidad a la sociedad catalana es que no ha habido una Ley de Educación Estatal que fijara los mínimos contenidos para tener una visión común de España y no digamos el despropósito que ha sido permitir que la lengua catalana haya desplazado significativamente a la lengua española en Cataluña, a costa incluso de que sus propios ciudadanos pierdan competitividad por hablar una lengua localista.

El nacionalismo catalán ha conseguido que se les vea como los únicos representantes de la nueva Cataluña. Les da igual que más del 50% de los votantes no les otorgasen su confianza en las últimas elecciones autonómicas; les da igual que el 1-O vote sólo un tercio del electorado, les da igual que sea ilegal o que la consulta no cuente con las garantías que pudiera tener en cualquier país civilizado. Todo esto les da igual con tal de justificar que las urnas les den un SÍ.

El delirio secesionista provocado por unos iluminados está causando un daño terrible a Cataluña y al conjunto de los ciudadanos y si el gobierno de España, los partidos políticos sensatos y las instituciones no lo paran, el daño aún puede ser mayor. Ocurrencias como expropiar la catedral de Barcelona para crear una escuela de música delata a unos tipos que lo único que pretenden es eliminar de la forma que sea a todo aquel que no piense como ellos.

Es hora de actuar con serenidad y contundencia. Hay que replantearse el Estado de las Autonomías, hacer una reforma electoral y una urgente revisión de la Constitución. Todo esto hay que hacerlo ya, pero desde la moderación y el consenso y siempre bajo el estricto cumplimiento de la Ley.

El síndrome de Hybris o la borrachera de poder parece que está tomando forma en alguno de los nuevos políticos que vuelven a mirar de reojo a los extremismos nacionalistas, que ven en ellos una oportunidad nada despreciable de ascender a la élite gobernante. Son imprudentes y toman decisiones por su cuenta sin consultar con nadie con tal de obtener sus objetivos.

Estamos en un momento crítico y no se puede andar con tibiezas. El botón de la excepcionalidad desgraciadamente se debe aplicar con todo rigor ante la presión que supone el 1-O, pero cualquier medida que se tome debe contar con el mayor consenso posible para no equivocarse y causar más daño.