Santiago Ruiz Pérez guarda como oro en paño cuatro aparatillos. Un mundo de recuerdos para quien casi echó los dientes entre las máquinas de un legendario taller de prensa. Un tipómetro con su escala de cíceros y puntos, el componedor donde se ordenaban las letras y espacios, las letras que armaban los titulares, las pinzas para trabajar con los tipos de plomo... Eran sus herramientas de trabajo, iconos de un oficio esmerado y puntilloso, de cuando tirar un periódico era pura artesanía. Santiago, cajista-tipógrafo, representa una etapa tan pasaSada con viva en la memoria de EL CORREO, que cumple 120 años de historia.

Corría el año 1965, en plena dictadura y los medios de comunicación en manos del Estado, cuando con 14 años Santiago Ruiz se estrenaba como «ciclista cuartillero», la categoría asignada por aquel entonces al intrépido aprendiz de un oficio devorado por el empuje de las nuevas tecnologías.

Su etapa en EL CORREO terminó 19 años después, en 1984, cuando la privatización desmanteló el periódico y los trabajadores fueron recolocados en la Administración del Estado. «Me quitaron la vida porque yo estaba enamorado de la profesión», confiesa con la emoción a flor de piel mientras evoca los años de cajista entre el olor a tinta y los vapores del plomo que intentaban mitigar con unos buenos tragos de leche.

Testigo de una etapa apasionante del periodismo zamorano, Santiago vivió la transformación de la imprenta y el proceso de producción de prensa, desde la rotoplana a las linotipias. Y también el fin del intervencionismo estatal y la subasta de los medios de comunicación. «Cuando hablo de aquella época se me ponen los pelos de punta» confiesa, mientras se queda clavado en el desgastado grabado de «EL CORREO DE ZAMORA. Periódico-imprenta».

Aquel muchacho del barrio de San José Obrero, el pequeño de 6 hermanos, revoltoso y más amigo de «ir a pájaros» que de estar en la escuela, pensó muy pronto en ganarse la vida. Tenía doce años y medio cuando, bajando con los amigos por Santa Clara, vio un cartel de la confitería «La Toledana» donde se buscaba chico de 14 años. Era su oportunidad.

Avispado, se añadió año y medio y, a espaldas de sus padres, consiguió su primer trabajo trasladando pasteles «en unas bandejas de zinc inmensas, con una rodeta en la cabeza, desde el obrador que estaba en las Cortinas de San Miguel hasta la tienda de Santa Clara», recuerda.

Fueron dieciocho meses, hasta que a los 14 años un vecino del barrio, Vicente Julián, que era linotipista, le comentó que en EL CORREO había trabajo. Una ocasión tentadora; se presentó en el periódico, que por aquella época tenía las oficinas en la avenida de Italia (hoy Alfonso IX) y superada una prueba de 15 días, consiguió un puesto en la Sección de Cierre como «ciclista-cuartillero», con un sueldo de 1.200 pesetas en jornadas de 6 horas que comenzaba a las 6 de la mañana.

«Tenía que doblar los periódicos que nos traían de la rúa -donde estaba el taller, hoy sede de LA OPINIÓN- y con la señora Josefa Fernández, un cielo de mujer, ponía las etiquetas para todos los pueblos. Después cogía la bicicleta con un carro y los llevaba a la estación de trenes y a los coches de línea que salían desde distintos sitios». Los de Sanabria, del Sayagués; los de Valladolid, desde la calle Santa Teresa; los de Salamanca desde las Cortinas.

Además había que contar los periódicos que llevaba cada repartidora por la ciudad y presentar diez ejemplares de cada tirada en el Juzgado de la calle Riego y en Cultura para poner los sellos correspondientes que autorizaban la salida a la calle. Era la imposición de la censura previa, antes de la tímida liberalización de 1966 con la llamada «Ley Fraga».

Recuerda Santiago cómo por aquella época el sueldo mensual se dividía en tres pagas. «Cobrábamos cada diez días para que no tuviéramos problemas; 400 pesetas cada vez, que yo tenía que llevar íntegras a mi madre». Una encomienda demasiado severa para el joven operario que no dudó en buscar la manera de quedarse con algo de su paga.

Testarudo, no paró hasta que consiguió imitar la «difícil» letra de Rosa Mayado, encargada de repartir los sobres, y así pudo poner 300 pesetas «para quedarme con las otras 100; la sisa que se llamaba antiguamente», cuenta sobre la trastada.

La etapa de repartidor, contador, doblador, etiquetador y chico para todo duró casi dos años, hasta que al inquieto pupilo se le ofreció la oportunidad de pasar al taller de la rúa, intercambiando el puesto con el compañero Teo. Y con quince años y medio, «empezó mi historia de aprendiz de primer año».

Entraba a la 1.30 de la madrugada, cuando los periodistas habían terminado de escribir las noticias, «hasta que acabábamos de tirar el periódico», por aquella época con una rotoplana. La máquina funcionaba mediante un sistema de composición de planas, cuatro arriba y cuatro abajo, «donde se colocaba la tinta, el papel, se limpiaban los rodillos y ya salía doblado».

Apenas habían pasado dos años cuando EL CORREO DE ZAMORA le ofreció una beca para ir a estudiar a Madrid, a la Institución Sindical Virgen de la Paloma de los Salesianos; «la mejor escuela de formación profesional de la época en España. Era la primera vez que salía casa, monté en el tren y no volvía hasta las vacaciones».

Formado profesionalmente como cajista-tipógrafo y linotipista, a la vuelta Santiago se incorporó al periódico como cajista con la categoría de oficial de tercera, «haciendo los titulares igual que todo el mundo» cuenta lleno de orgullo con el ascenso conseguido. «Poníamos los titulares de letra grande. Con el componedor íbamos cogiendo las letras y poniendo los espacios, después se ataba con una cuerda, se llevaba a una maquinita manual para hacer la prueba y pasar al corrector para si había erratas».

La imprenta era un mundo donde cada uno tenía su función, tanto era el trabajo que hasta permitía ganar unos «durillos extra» fundiendo barras de plomo. «Una vez que se distribuía el periódico, se deshacía todo lo de las linotipias y en un patio que había en el taller teníamos un tenderete con unos crisoles. Dos o tres veces al mes mi compañero Teo y yo íbamos a fundir el plomo, metíamos la leña y hacíamos las barras para las linotipias con los moldes. Nos pagaban 12 pesetas por cada fundición, que nos venían muy bien». Fueron innumerables las páginas de plomo que salieron de sus manos.

Con el tiempo Santiago se propuso ascender, «pero en El CORREO era muy difícil porque había muchos veteranos». La única forma de promocionarse fue aprovechando una plaza en el diario «Libertad» de Valladolid donde trabajó alrededor de dos años.

Recién casado, su vida estaba en Zamora. Con lo que no contaba era con las trabas de un administrador, a quien le incomodaba un trabajador con su punto de rebeldía. «Me costó sudor volver». Tan negro lo veía que, ni corto ni perezoso, se presentó en Madrid a pedírselo al mismísimo delegado nacional de Prensa y Radio del Movimiento, Antonio Castro Villacañas. «No puso problema, me firmó una carta y así pude volver», recuerda.

Aquel momento que coincidió con la incorporación al taller de una máquina más moderna, una Ludlow, a medio camino entre la composición manual y la mecánica. «Las cajas se anularon, se componía con matrices de latón y las letras salían juntas».

Los tiempos estaban cambiando, Franco había muerto -«por cierto nos dieron 10.000 pesetas a cada uno por la edición extraordinaria que salió»- y los medios en manos del Estado tenían los días contados. Como enlace sindical, Santiago Ruiz vivió en primera persona la privatización y subasta pública de EL CORREO, que compraron un grupo de empresarios. «Ahí acabó mi historia».

Solo un último ruego, insistente. «Pon que me quitaron la vida porque yo estaba enamorado de la profesión; por eso guardo la herramienta y me acuerdo de muchas cosas. A mí me gustaba mucho esto», confía mientras termina este viaje hacia la nostalgia en la que fue su antigua casa, hoy LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMORA.