Uno de los retazos más frondosos y pintorescos de todo Aliste es el ocupado por el pueblo de San Vicente de la Cabeza. Su casco urbano, extendido por ambos lados del río que da nombre a la comarca, está formado con dos barrios bien definidos. Actuando de nexo entre ellos existe un sólido puente de hormigón, sustituto de las precarias pasarelas de antaño. Nosotros lo aprovechamos para llegar a la plaza del Ayuntamiento e iniciar, desde ese céntrico espacio, la ruta elegida por las tierras locales.

Partimos de allí por la calle Mayor, para pasar desde ella a un buen camino que asciende decidido hacia el sierro inmediato. Después de superar las primeras rampas lo abandonamos para tomar una pista utilizada como acceso hacia las contiguas naves ganaderas. Más allá se emplaza el cementerio local, limitado por paredes blancas y con unas sencillas cruces de hierro en las esquinas. Tras dejar atrás ese camposanto nos introducimos de lleno en un bosque húmedo y sombrío. En un primer sector abundan los castaños, recios y pujantes, situados en parcelas privadas de las que aún se reconocen sus lindes. Junto a ellas existe una primera bifurcación, en la cual elegimos el ramal de la derecha. Por él, faldeando curva tras curva, vamos ganando altura sin que en ningún momento los repechos sean demasiado fatigosos. Viene a continuación un robledo mucho más denso, cuya frondosidad impide perspectivas paisajísticas sobre el entorno. Sin espacios de transición, penetramos repentinamente en un pinar, cuyos plantones, muy altos y delgados, están demasiado juntos. Tanta espesura genera excesiva fragilidad, apreciable por la cantidad de ejemplares que yacen rotos o doblados. Todos estos espacios por los que discurre nuestro trayecto son los designados con el nombre de Abesedo, denominación dialectal propia de las laderas septentrionales de una montaña, las más umbrías; seña orográfica que se cumple a la perfección en este caso.

Al llegar a la cumbre la arboleda desaparece. Así podemos gozar de amplias panorámicas sobre la comarca. En primer plano aparece todo el valle, con el propio río Aliste como eje principal. Emergen más allá las escombreras de las minas de pizarra, ubicadas, las más voluminosas, en los términos de Abejera y Riofrío. Finalmente, marcando los confines por el norte, se divisan las cumbres centrales de la sierra de La Culebra, con Sarracín y Cabañas acomodados a sus pies. Volviendo las miradas hacia el mediodía, por ese lado se expanden las planicies que vierten hacia el río Cebal y, bien visibles, Grisuela y San Vitero.

Nuestra senda dibuja una fuerte curva para enfilar primeramente hacia el oeste y tras un par de recodos dirigirse decididamente hacia el sur. Vagamos ahora entre matas de escobas, muy altas, arborescentes, tan ásperas y compactas que el intento de salirse de la senda resulta sumamente complicado. Un poco más adelante son reemplazadas por las jaras, sobre las que asoman algunas escuálidas encinas. Dejamos atrás una intersección, que pasa casi desapercibida, para llegar después a un área de generosas parcelas que aún se cultivan. Estos parajes en ciertos mapas aparecen rotulados con el nombre de La Coruña, calificativo insólito que olvidamos preguntar en el pueblo si era el comúnmente utilizado. Existe allí una compleja encrucijada en la que optamos continuar por el ramal de la derecha. Cerca, a la otra mano, dejamos dos charcas redondas, excavadas artificialmente, con función de abrevaderos. A sus orillas resisten unos pocos chopos, beneficiados por la humedad que se origina.

Nuestro rumbo enfila ahora hacia el noroeste, de nuevo entre jarales rasos y monótonos. Avistamos otra vez la depresión del Aliste y con alivio alcanzamos a una especie de puertecillo por el que llega desde el pueblo aquel camino principal que abandonamos al principio. Su firme, en los tramos más empinados y expuestos a la erosión, se ha consolidado con cemento. Por él iniciamos el descenso y aunque parten sucesivamente hacia el poniente dos pistas bien marcadas, nosotros continuamos hasta una tercera para apartarnos por ella. La reconocemos porque a su lado existe una fuente con blanca cisterna, sobre la cual pusieron tres bloques de cuarzo lechoso como adorno. Los aportes de su caño, llamativamente ferruginosos, son trasvasados por tubos para llenar unos pilones situados un tanto más abajo.

Tras dejar atrás la vaguada donde se encuentra ese venero, accedemos a otro repliegue, para finalizar en un tercero. En este último brota un nuevo manantial, mucho más copioso y límpido que el ya visto, el cual es aprovechado para el abastecimiento doméstico de aguas. Con ese fin han construido unos amplios depósitos de captación. No obstante sobran caudales con los que colmar un embalse diminuto, suponemos que destinado para riegos. Desde aquí bajamos hacia el casco urbano, desplazándonos por una bucólica senda limitada por hileras de fresnos y las paredes de los prados. Al llegar a las primeras viviendas, la atención se concentra sobre una singular tapia moderna. Su peculiaridad diferenciadora es que en su cima han colocado como ornato diversas máquinas y herramientas agrícolas. Justo por delante arranca una rodera que aprovechamos para acudir hasta el propio lecho del río. Ya junto a él, a modo de escolta en ambas riberas, proliferan numerosos alisos. Sus raíces, clavadas en el cauce, inducen la formación de efímeros remolinos. De común, las corrientes se deslizan límpidas y rumorosas, originando estampas de intensa belleza. Saltan desde rústicas presas, habilitadas para el riego de los pastizales inmediatos o para derivar las aguas hacia los caces molinares. Uno de esos molinos, precariamente conservado, se divisa en la orilla opuesta. Algunos cientos de metros más arriba, otro ofrece intacta su rústica figura al haberse restaurado no hace mucho. Hasta sus puertas podemos acceder cómodamente a través de un inmediato puentecillo.

Seguimos en la dirección de las aguas, para llegar a un bucólico merendero, dotado de las habituales mesas con asientos, aparte de fogones y una fuente. Todo se creó con piedra para resistir eficazmente las furias de las riadas invernales. Pocos pasos quedan ya para penetrar en el casco urbano, al cual accedemos por una calle periférica denominada Vega del Molino.

Concluido el trayecto, hemos de dedicar un tiempo para disfrutar de los encantos de la propia localidad. En primer lugar, la sede del ayuntamiento es un edificio moderno, dotado de líneas simples pero gratas. Ante su fachada, colocadas en el interior de un pequeño jardín, se alzan una artística farola y una esbelta y peculiar cruz de granito. A la orilla, el tramo contiguo del curso fluvial aparece canalizado, provisto de árboles de sombra y cuidado con esmero. Sirve así de zona de asueto y baños veraniega. Unos pasos más abajo se mantiene una pasarela tradicional, formada por una sucesión de bloques pétreos con su cara superior plana, por donde es posible cruzar de una a otra orilla cuando los caudales no son excesivos.

Bien cerca, en el mismo barrio de la margen derecha, se emplaza la iglesia. Aparte de su campanario, cuenta con un par de cipreses como reclamos, plantados junto a su cabecera. Sus frondas, oscuras y espesas, se elevan espirituales hacia el cielo, agregando un acusado misticismo. Vemos un templo modesto, construido sobre una pronunciada cuesta. Esos solares tan inclinados forzaron a que el presbiterio adquiriera formas externas gallardas y potentes, menguando la altura de la espadaña. La única puerta en uso se abre en la fachada septentrional, al resguardo de un pequeño pórtico. A través de ella debemos descender varios escalones. Ya dentro, advertimos que el recinto consta de una nave central a la que se agrega otra menor en el costado del evangelio. Las techumbres son sencillas de madera y sus muros aparecen enjalbegados, todo limpio y mantenido con desvelo. El arco triunfal, de medio punto, con sus recias dovelas a la vista, posee un acusado protagonismo. Tras él la capilla mayor está presidida por un retablo neoclásico, sobrio, dotado de cuatro columnas jaspeadas. Desde su ático bendice una escultura de San Vicente mártir, titular de la parroquia y patrono del pueblo, al que debió de dar su nombre. Más valioso y antiguo es un altarcillo secundario de líneas renacentistas, tallado con primor, con San Sebastián en su centro. En la nave lateral mencionada hallamos otro retablo más, barroco en este caso, enriquecido con sarmientos sinuosos, provistos de pámpanos y gruesos racimos, que trepan por las consabidas columnas salomónicas. En su único nicho se expone una segunda figura de San Vicente, más venerada que la del altar mayor. Queda constancia de que en tiempos pasados esta imagen tuvo una ermita propia pero, al derrumbarse a finales del siglo XVII, la trasladaron a la parroquia.

Se conserva y guarda aquí una reliquia de ese bienaventurado diácono, natural de Huesca. Afirman que es un hueso de su cabeza, cuya autenticidad no está oficialmente reconocida. Se ignora cómo pudo llegar hasta estos rincones, bien lejos de Valencia, ciudad donde murió en el año 304, víctima de las persecuciones de Diocleciano.. Queda constancia documental que ya se le daba culto en el 1607. Todavía celebran con entusiasmo su fiesta cada 22 de enero, a pesar de que no se congregan las multitudes de antaño. Lo invocan como protector frente a las enfermedades de la rabia y la viruela. Por ello acuden con panes a misa para que el sacerdote los bendiga. Después se los dan de comer a los animales domésticos, con la creencia de que quedan protegidos frente a las terribles dolencias antes citadas.

A las afueras de la localidad, saliendo por la ya conocida pista que empalma con la calle Mayor, en una zona solitaria y elevada, vemos una vieja cruz de madera, decrépita pero aún firme. Modernamente, han colocado junto a ella otros tres signos cristianos; éstos cincelados en piedra, por lo que en principio han de ser más duraderos. Forman así un emotivo calvario.

Aunque la mayoría de las viviendas actuales son de nueva construcción y de excelente calidad, todavía se conservan casas antiguas que muestran los caracteres tradicionales. Sus muros se alzaron con una áspera mampostería, aligerados en ciertos casos con balcones provistos de antepechos de tablas. A su vez, en las techumbres combinaron tejas con losas de pizarra, éstas reservadas fundamentalmente para los aleros.