En el alma y en la vida de los supervivientes quedó una especie de agujero negro, el que dejó el agua la trágica noche de aquel 9 de enero. Nunca se restauró. Aprendimos por fuerza a vivir con ese socavón en el centro de nuestras vidas, con el recuerdo indeleble de aquellos que se fueron y de nuestro querido pueblo que se había convertido en un espacio raro, entre la muerte y la vida.

Al sentimiento trágico de la pérdida se sumaron otras penas y otros miedos profundos, producidos por actuaciones sutiles que hacen mucho daño, otras sensaciones negativas que trasmitían los que en principio parecía que nos debían ayudar. Injusticias, humillaciones, engaños y tópicos que jugaron con nuestra postración y nuestro dolor.

Toda España se volcó en nuestra ayuda: dinero, ropas, enseres, alimentos, libros y juguetes fueron recaudados y enviados, pero se recibió una pequeña parte y en algunos casos demasiado poco y demasiado tarde. Hubo muchos intermediarios, algunos en quien confiaron plenamente las buenas gentes, resultaron poco honestos y otros repartieron las cosas de forma muy poco equitativa. Prefiero no pensar en eso, conocimos casos de envíos para personas concretas que ellas jamás recibieron.

Se pagaron las pérdidas, sí. La valoración fue bajísima y obligaron a coger lo que te ofrecían. Los perjudicados no pudieron recurrir ni quejarse. Eso en cuanto a los bienes materiales. En cuanto a las personas ¡Qué poco valieron sus vidas! Hubo donaciones de obras de arte ¿Dónde están? Aquí no llegaron. Se encargó un monumento en memoria de las víctimas, al escultor José Luis Sánchez, que debía situarse en una zona de la orilla del lago para perpetuar el recuerdo, nos consta que el monumento se hizo, precioso en su composición, pero como puede comprobarse no está. Dos de sus figuras se pueden ver en el retablo de la iglesia nueva, otra se instaló muy cerca, otra parte se aprovechó para las rejas que separan las dos naves. No hubo monumento a las víctimas. Se repartió en piezas una obra de arte cuyo emplazamiento y significado era otro.

Franco adoptó el pueblo y prometió construir uno nuevo que llevaría su nombre, "de Franco" porque él se lo regalaría a los supervivientes según se dijo. La empresa Huarte, de Navarra, se encargó de las obras y construyó un pueblo diseñado años antes para Andalucía o Extremadura en la época del Plan Badajoz y sin tener en cuenta que debían habitarlo agricultores y ganaderos de montaña, en un lugar de inviernos muy crudos y largos. Sin cuadras ni pajares, sin calefacción en las casas; en tierras de los vecinos, privándoles así de parte de las pocas que habían quedado.

Pocos años después recibimos una notificación de la administración por medio de la cual se nos informaba de la deuda que teníamos contraída. Debíamos abonar en un plazo limitado el coste de las casas. En nuestro caso lo que nos habían dado por las pérdidas lo dimos por la casa ¡Un regalo del Caudillo!

El pueblo nuevo fue un engaño. Era como un pueblo dormitorio, porque por el día estábamos en el viejo atendiendo los pocos ganados que habían quedado, y las tareas agrícolas. El trabajo se multiplicó y en las temporadas de agua, nieve y frío el kilómetro de camino que separa ambos pueblos era una cruz muy pesada.

Los años que siguieron a la tragedia, en los que tanto cambió la vida de los supervivientes, se produjo un verdadero advenimiento de turismo al pueblo. La gente de Castilla y León, sobre todo, pero también de más lejos, querían conocer la devastación de la tragedia y el lugar mítico donde se había producido, querían ver a aquellas personas a las que muchos de ellos habían ayudado en los oscuros días del desastre, a quienes habían acompañado en la distancia compartiendo su dolor. En verano, lo que quedó del pueblo se convirtió en un lugar de peregrinación, y también un poco en espectáculo. Allí no había hoteles ni posadas, así que si querían pernoctar recurrían a los propios vecinos para solicitar una habitación. Si se podía se le proporcionaba, lo que se convirtió en motivo de crítica por parte de algunas personas, que no exentos de cierta maldad comentaron alguna vez: "Mira, le regalan las casas y ellos se dedican a alquilarlas".

En una ocasión una monja estaba explicándole a un grupo de personas lo que había ocurrido y entre otras cosas curiosas pude oír esto: "Esta gente era mala, muy mala, así que Dios los castigó como a Sodoma y Gomorra". La leyenda y la realidad se mezclaban con frecuencia. Yo que estaba cerca no pude controlarme y le dije: "Oiga mi hermanito tenía cuatro años, y murió arrastrado por las aguas que lo arrebataron de la mano de mi madre ¿Qué pecados cree usted que había cometido?" (Paquita Parra). Una revista de viajes, no hace demasiados años, publicaba un artículo sobre el paisaje de nuestra sierra y sobre los habitantes del pueblo después de la tragedia, en el que una reportera no muy sensible y poco informada escribía: "Los supervivientes cuando ocuparon la casas nuevas, quedaban desconcertados al ver salir agua por el grifo, y usaron las bañeras para sembrar semillas". La señora debió confundirnos con salvajes. Por cierto, nuestras casas nunca tuvieron bañeras hasta que sus dueños se las quisieran poner. Estas mentiras maliciosas y humillantes denotan tener infinitamente mayor bajeza y talla moral que cualquier persona de nuestro adorado pueblo.

En algún periódico se escribió: "Se ahogaron porque no sabían nadar" Y en alguna reunión sobre el tema, una de las personas "importantes" que había allí comentó "Bueno son personas atrasadas y simples". Con todo, uno de los puntos más dolorosos de aquellos años fue el proyecto del salto en el lago. Era increíble que aún se manejara aquella posibilidad.

Fueron años oscuros, de inquietudes, de adaptación imposible, de intento de superación, de dolor insuperable, de mucha incomprensión, de encontrarnos perdidos, de huir hacia delante o hacia ninguna parte, de desarraigo interior difícilmente descriptible, de silencios y de nubarrones en nuestro espíritu. Y también en los que, a río revuelto, algunos poderosos del territorio utilizaron nuestro dolor en su provecho.

Capítulo del libro: «Patochín, la niña que quería las estrellas»