Muerto Abdalacid, se desvanecen las esperanzas de quienes habían apostado por una convivencia pacífica entre hispanos y musulmanes. Con su desaparición, al-Ándalus pierde su carácter conciliador. Era, el virrey, un hombre tolerante y pacificador. Generoso. Respetaba lo acordado en las capitulaciones y propiciaba, incluso, matrimonios mixtos. Él mismo desposó a Eguilona, la viuda de Don Rodrigo, el último de los reyes godos. Sin él, solo quedaba la confrontación entre las dos culturas.

Estamos en torno al año setecientos veintidós de la era cristiana y un grupo de hispanos decide plantar cara. Hace tiempo decidieron renunciar al cómodo disfrute de sus haciendas sometidos al invasor y optaron por la libertad en las difíciles montañas astures. Ahora acaban de proclamar rey a un hombre conocido tanto por su valor y prudencia como por su experiencia militar. Es Pelayo, el hijo de Favila. Enterado Alahor de la maniobra, no le da cuidado. Piensa que es una más de las frecuentes revueltas. Está en la Galia gótica, acuartelado en torno a Narbona, y decide no levantar el cerco. Será suficiente, piensa, mandar una expedición para lograr, de una vez por todas, el definitivo dominio de la Hispania. Con Alchaman al frente, parten los musulmanes al encuentro de los rebeldes. A su paso, ni una alquería se salva. Todo lo arrasan. Sin encontrar resistencia entran por los desfiladeros de las montañas y, como en una cacería, buscan al rey Pelayo entre las quebradas sin saber que están siendo observados.

Había en el monte Auseva, en Covadonga, una cueva en lo más alto de las peñas, lugar de oración, probablemente, de algún anacoreta. A ella llegó el hijo de Favila con trescientos hombres y pidió a la Reina de los Ángeles protección ante tan poderoso enemigo. La respuesta fue inmediata. Los mahometanos, mientras, seguían adentrándose en los barrancos. Confiaban en su formidable fuerza. Sin embargo, Alchaman era consciente de la peligrosidad del lugar, de modo que envió a Don Oppas, el cristiano traidor, para pactar la rendición. No hubo acuerdo. Enfurecido, el musulmán ordenó un ataque inmediato. Las saetas, dardos y todo tipo de armas arrojadizas volaban hacia las altas cumbres pero Dios Nuestro Señor quiso mostrar su poder haciendo que se volviesen contra quienes las arrojaban.

El estrago en las propias filas fue brutal. Ante el prodigio, los mahometanos se retiraron. En su huida hacia el territorio de Liébana, salvaron la cumbre del Auseva y alcanzaron las lóbregas gargantas del Cares. Pensaban, ya en la ribera del río Deva, que estaban fuera de peligro cuando nuevamente sintieron el todopoderoso brazo de Dios. Parte del monte Subiedes se desgarró, probablemente como consecuencia de las frecuentes lluvias, y el corrimiento de tierras sepultó al fugitivo ejército árabe. De ello dieron testimonio los hispanos que les perseguían y, también, el río que, de tarde en tarde, descubría las armaduras sarracenas que quedaron sepultadas bajo sus aguas para gloria de nuestro Señor Jesucristo por los siglos de los siglos.

Allí murió Alchaman, el fiero Gobernador de Alahor. En cuanto al traidor Don Oppas, en otro tiempo todopoderoso metropolitano de Toledo, fue hecho prisionero. Sucede que, al morir Witiza, se había desencadenado una lucha despiadada por la sucesión al trono visigodo. Don Oppas se había posicionado en contra de Don Rodrigo y apostó por el hijo del rey muerto. Vencieron sus adversarios y, despechado, se vendió al invasor.