«Los Comentarios al Apocalipsis» del Beato de Liébana fue el libro más divulgado durante la Alta Edad Media europea. De él se hicieron infinidad de copias a pesar de que, allá por el siglo X, los monasterios de las zonas repobladas no debían andar sobrados de recursos para afrontar los cuantiosos gastos que requería preparar tintas y pergaminos. A todas ellas se las conoce con el nombre de «beatos». Eran códices manuscritos con letra visigótica que mostraban los horrores del fin del mundo de forma gráfica para mejor comprensión del texto. Aunaban la tradición hispana, arabizada después de años bajo influencia musulmana, y las nuevas formas que llegaban de Europa. Las corrientes paleocristianas, visigodas, bizantinas y prerrománicas asturianas enriquecidas con aportaciones carolingias y franco-sajonas. El resultado era una expresividad insólita.

Presentadas sobre bandas horizontales superpuestas, las figuras se muestran hieráticas y rígidas. Los rostros carecen de expresividad y la escena es un conjunto despersonalizado donde lo importante es el símbolo. No hay actores y, sin individualidades, el hombre queda convertido en un simple espectador colectivo del gran drama apocalíptico. Destaca la frontalidad del grabado. Excepcionalmente, y con el fin de resaltar su horror, las cabezas de monstruos aparecen de frente y perfil al mismo tiempo. No hay concesión al relieve. Es como si los artistas, coherentes con el texto que iluminaban, huyesen de cualquier perspectiva óptica para sustituirla por una espiritual. Su inspiración era «El Apocalipsis» de San Juan pero, más allá de la apariencia religiosa, se escondía intencionalidad política. Se trataba de dotar a los cristianos de una simbología adecuada para hacer frente a los sarracenos.

Leyendo entre líneas el Libro de las Revelaciones, se identificaba a los enemigos muslímicos con el mal. A Satán, con aquellos guerreros de tez morena que blandían espadas capaces de separar de un solo tajo la cabeza del tronco de un cristiano. Se acercaba el final del primer milenio y los creyentes creían vivir en sus carnes las visiones del profeta. Desde el norte, se percibía el Califato como un entorno de perversidad y blasfemia a merced de las fuerzas del abismo. Córdoba era la Babilonia bíblica, y el Anticristo el Islam. En este contexto, los «beatos» aunaban las fuerzas cristianas, pero no solo eso. Suponían la mejor garantía frente a las desviaciones antitrinitarias que tanto daño hacían al cristianismo que Roma pretendía imponer con el inestimable apoyo de la poderosa abadía de Cluny.

Sucede que el rechazo del «uno y trino» estaba generalizado. Mucho antes de que naciera al-Ándalus, abundaban los nativos que no entendían aquella complicación teológica pero, ahora, este rechazo cobraba significación política porque se acercaba a la ideología de los invasores que también negaba naturaleza divina a Jesús de Nazareth. No es de extrañar que los «beatos» se convirtieran en el estandarte que los reyes astures buscaban. A nuestros días han llegado treinta y dos. Un número reducido pero una cifra estimable si se compara con las biblias o evangelios que se conservan de aquella época. Veintisiete están casi completos y, de ellos, veintidós incluyen miniaturas en las que, siguiendo la moda cordobesa del momento, aparece el nombre del autor, la fecha y el scriptorium del que el códice salió. Hoy día, el vocablo «beato», en el argot miniaturista, es sinónimo de fuerza expresiva. De minuciosidad y colorido.