Se acercaba el final del primer milenio y un caballo bermejo, ese al que fue dado desterrar la paz de la tierra, vagaba sin freno sobre la peste y la hambruna. La gente cuerda enloquecía y un sinnúmero de prodigios nunca vistos aparecía por doquier.

Una noche, varios peregrinos llegaron al monasterio diciendo haber visto a la luna volverse de un color rojo como de sangre derramada y al sol tornarse negro como pelo de cabra. Contaban, sobrecogidos, cómo habían sobrevivido a lluvias de granizo y fuego y alguno juró haber contemplado astros que caían del cielo ardiendo como teas.

No nos toca a nosotros averiguar los momentos del Padre, pero parece llegado el final. Sí, porque de un tiempo acá las convicciones más firmes se derrumban. La circuncisión comienza a ser práctica habitual entre los cristianos. Algunos abominan del cerdo en las comidas y practican la poligamia con descaro. Otros reniegan de las costumbres de sus padres y se entregan a los vicios orientales olvidando la lectura de los libros santos. El mundo está a merced de Satán, del invasor. Urge frenar al islam.

Sabedores de que aún puede evitarse el desastre, nuestros clérigos truenan desde los púlpitos alertando sobre el Anticristo y las nefastas consecuencias que su victoria tendría para la cristiandad. Es la suya, una llamada contra el mal. Una furibunda diatriba en pos de la unión de un pueblo desorientado ante la división de sus pastores y la creciente aparición de herejías. Todo obedece a un plan diseñado en las sacristías que busca un frente común capaz de detener el fulminante avance del califato.

Hace un par de siglos que el maligno entró en Hispania por el sur de la península y, sin apenas resistencia, llega ahora a los Campos Góticos. Esa «tierra de nadie» talada junto al Duero y convertida en guarida de lobos entre el califato y los reinos astures.

Cuenta el abad de San Martín de Castañeda que la lista del martirologio no deja de crecer en Córdoba desde que el joven Perfecto fuera degollado a las puertas del Alcázar y su sangre pisoteada por una muchedumbre fanática. Pasó hace poco por aquí con sus monjes y, de ser cierto lo que dijo, en cualquier momento veremos a las puertas mismas del monasterio espadas muy diferentes a las cristianas. Jura que, de un solo tajo, separan la cabeza del tronco y que no pararán hasta llegar a Compostela y profanar la tumba del apóstol.

Es por esto que acepté el encargo del señor abad cuando me propuso ilustrar el beato. Quería prevenir a mis hermanos de los horrores a los que estaban abocados recordándoles los horrores anunciados en el Apocalipsis por el profeta Juan.

Pensaba que, con la ayuda de Dios nuestro Señor Jesucristo, mis ilustraciones a los comentarios del libro de las Revelaciones contribuirían a detener el avance del califato creando un frente común en torno a los reyes cristianos. Lo que nunca imaginé es que la puta Babilona, con el tiempo, pudiera levantar tal revuelo en el cenobio.

Solo es un dibujo, sin relieves ni bultos de fémina, pero comprendo el sofoco de los monjes. ¿Cómo no habría de entenderlo? ... ¡Son tantos los placeres que esconde! ¡Es tal su colorido! ¡Tanta su perfección!