Cuando en 1606 don Fadrique Enríquez de Guzmán, conde de Alba y Aliste, rubricó con su firma el acta de creación del Corral de Comedias zamorano no podía imaginar que, con el tiempo, se convertiría en parte inseparable del paisaje de la ciudad.

Vivía entonces la lite- ratura momentos de esplendor. Durante ochenta años, el patio central del Hospital del comendador don Alonso Sotelo había cumplido su función pero llegaba el momento del relevo. Se hacía necesario un espacio para la escenificación acorde con los nuevos tiempos.

El lugar elegido fue el antiguo convento de Santa Paula y sobre sus ruinas, en una esquina de la actual calle San Vicente, se levantó aprovechando el solar existente y, según parece, copiando a uno de los más fa- mosos teatros de Italia: el del Capitolio romano.

Era pequeño y su planta cuadrada se co- rrespondía con la mayoría de los corrales de la época. Sin embargo, a diferencia de ellos, estaba totalmente cubierto y no tenía ninguna obligación benéfica asistencial. Ni en Madrid, ni en Alcalá, ni en Toro, por citar uno cercano, se veía cosa igual. Por lo demás, su construcción era la habitual.

A la entrada, estaba el cuarto de cobranza. Después, el guardarropa junto a una es- pecie de almacén para los enseres. A continuación, el del alumbrador, ennegrecido por el humo y abarrotado de aceites. Por último los destinados a tertulias. Eran dos. Cerrados y bien diferenciados para no dar lugar a equívocos.

Nada especial. Al fin y al cabo, se trataba de salvaguardar el orden y velar por la rectitud de las conductas. Uno para hombres, otro para hembras. Sin posibilidad alguna de roce, ¡válgame Dios!, que ya se sabe lo que acontece cuando la llama arde junto a la estopa. Que el diablo se acerca y, cuando menos lo esperas, va y sopla.

Pero, pasemos al interior. Nos encontramos en la planta baja, en el patio. Como veis, está empedrado y rodeado de bancos. Se llaman gradillas y en ellas se sitúan los espectadores, siempre varones. En su parte trasera, la soldadesca. De pie, ruidosa, siempre y arrogante. De ella depende el éxito o fracaso de los comediantes. De sus aplausos o silbidos.

Observad, ahora, los corredores. Son esas galerías de los dos pisos superiores que descasan en la columnata de vigas. Están tabicados y forman aposentos que se alquilan.

El situado frente al escenario sobresale del resto por su mayor amplitud. Exactamente ocho pies de largo y seis de ancho. En su interior, una cenefa de terciopelo con galón dorado, dos bancos, varias sillas y un perchero de once palos para capas y sombreros. De común, aparece compuesto y en las grandes celebraciones, engalanado con colgadura bermeja.

Está reservado al Ayuntamiento y única- mente corregidor, regidores y secretarios tie- nen acceso a él. Nadie más, ni de la ciudad ni forastero por más cargo que ostente. Ninguno paga por ocuparlo aunque, eso sí, no pueden acompañarse de criados o amistades, ni tan siquiera de parientes, bajo multa de cincuenta ducados.

En la parte baja y muy cerca del escenario se encuentra el de la gran dama. La esposa del hombre más poderoso de la ciudad. Se trata del aposento de la condesa de Alba y Aliste. Está situado junto a los vestuarios y tiene una puerta abierta a la calleja que lleva a la iglesia de San Vicente. La obra se aprobó el 9 de julio de 1625 y con ella se evitó que la señora cruzase el pa- tio. Que se mezclase con la gente, no siendo le molestase.