Durante siglos, en Za- mora las representacio- nes teatrales tuvieron lugar en los espacios más diversos.

A lo largo de la Edad Media en esta tierra antigua, acumuladora como ninguna otra de historias y leyendas, era habitual ver calles, con- ventos, palacios, iglesias, casas particulares, incluso, convertidas de cuando en cuando en improvisados escenarios. Cualquier espacio era válido para exteriorizar la burla y la irreverencia siempre que se contase con la corres- pondiente autorización.

Es a partir de 1526 cuando empieza a utilizarse un único lugar de forma estable: el Hospital del comendador don Alonso Sotelo, su patio principal. Se trataba de un edificio renacentista levantado en la confluencia de las actuales calles del Riego y San Torcuato al que la estupidez y codicia de algunos derribaron impunemente en la década de los sesenta del pasado siglo ante la indiferencia de los zamoranos. El tal patio cumplió su función hasta que, a fina- les del siglo XVI, la ciudad se planteó un corral de comedias acorde con la nueva escena. Eran momentos de esplendor para la literatura.

Superadas las dificultades iniciales, en el año 1606 se firma el contrato para su cons- trucción. Nacía el futuro Teatro Principal. Una edificación levantada sobre las ruinas del convento de Santa Paula, en un rincón de la calle San Vicente, cuya historia aca- baría siendo inseparable de la ciudad. Hoy es una construcción emblemática. Forma parte del alma colectiva de Zamora pero, al decir de los entendidos, su nacimiento fue difícil. Conflictivo y polémico.

Sucede que el, entonces, regidor de la ciudad Diego Vázquez de Miranda compra el antiguo convento y los corralones que lo rodeaban. Sorprendentemente, todo se escritura a nombre de un hermano. Él simplemente actúa como su testaferro por lo que es fácil suponer que firmando la operación buscaba algún beneficio en razón al cargo que ostentaba. Posteriormente, ¡qué casualidad!, este sería el lugar elegido para el nuevo corral de comedias. Un pelotazo urbanístico en toda regla. Con esta maniobra, el corregidor beneficiaba a su familia asegurándole el monopolio de cuantas representaciones se escenificasen en la ciudad. Al mismo tiempo, por si no fuera suficiente y en un ejercicio de cinismo más propio de un pícaro redomado que de una autoridad, aparentaba arriesgar su dinero por el bien común cuando lo cierto es que la operación estaba planeada para que, si algo salía mal, el Ayuntamiento se hiciera cargo de las pérdidas. Pero esto no es todo. Hay más. En aquella época los Corrales de Comedias tenían un fin asistencial. Dependían de cofradías y hospitales y con sus recaudaciones se atendían enfermos, viudas, huérfanos y menesterosos de todo tipo. En este caso, siendo el dueño un particular, no había obligación benéfica alguna por lo que re- caudaciones y limosnas eran íntegras para su propietario. Casualmente, el hermano del corregidor. ¡Menudo par de caraduras! Hoy día, el tal Diego Vázquez de Miranda habría sido imputado por cohecho, prevaricación, abuso de poder o vaya usted a saber qué. Posiblemente hubiese acabado en la cárcel. No sé. En cualquier caso, sería un habitual de los espacios informativos y su nombre la larga lista de corruptos que nos invade