Quisiera que este adiós estuviera marcado por la alegría que me inspira su nombre, por todo lo que de bueno y bonito había en aquel ser chiquitito de color canela, mi perrita Chispa, que nos dejaba el pasado sábado, ya anochecido. Mirándonos fijamente, con sus ojitos de cristal, se fue despidiendo de todos, como queriendo llevarnos, miniados en su retina, al paraíso donde habitan todos los perritos buenos. Chispa lo era, de corazón y de condición. Noble, valiente, cariñosa, fiel y leal, buena, lista como el hambre, irrepetible, por lo menos para mis padres y para mí. Chispa era especial. "Sólo le falta hablar", solía decir mi buena madre. Y así era, a Chispa sólo le faltaba decirnos que nos quería con locura, porque todos los días de su vida nos lo demostró con obras que son amores, que son las que cuentan, y en eso no había quien la ganara.

Chispa era todo corazón y ha sido su corazón enfermito quien nos la ha arrebatado definitivamente. La teníamos entre algodones, querida, mimada, atendida, pero la muerte acechaba desde hace ya unos meses, hasta que se apoderó de su vida que ha quedado para siempre en nuestro recuerdo, porque su cuerpecito inerte reposa entre sus juguetes, su escapulario de San Francisco de Asís y flores, muchas flores, en el jardín de la finca familiar por donde ella correteaba incansable todos los veranos, para que siempre la tengamos cerca, para que el olvido no haga mella en nuestro recuerdo que permanece ligado a los mejores momentos compartidos a lo largo de estos catorce años de feliz convivencia.

Su muerte nos ha dejado a todos, en casa, hechos polvo. Catorce años no se borran del recuerdo así como así, sobre todo cuando han sido catorce felices años. Mi buena madre, con más entereza, nos consuela a todos; mi padre, que era su compañero de salidas diarias, roto, llorando por los rincones. Y yo, Chispa querida, desolada. No te me vas de la mente, perrita amiga. Te veo por todas partes, sólo que miro y no estás allí. Cuando abro la puerta ya no sales a recibirme moviendo la colita y dando brincos, alertando con tus ladridos de mi llegada. En estos catorce años no ha habido nadie que me entendiera, salvo mi madre, como me entendía Chispa. Sabía, con sólo mirarme, si estaba triste. Entonces, se recostaba en mi regazo, me ponía sus patitas delanteras sobre las manos y hacia suya mi tristeza. Nada digo cuando todo era alegría, ella la fomentaba y la aumentaba con creces.

Cuánto me está costando sobreponerme a esta tristeza que me ha invadido desde el pasado sábado. Nada hay que me consuele, ni las palabras de los amigos, ni las caricias que me prodiga mi madre. Ya sé que usted me dirá que hay cosas peores en el mundo, que el hambre, que las injusticias, que la enfermedad, que las guerras, que los desplazados. ¡Si ya lo sé! Todo lo que usted me diga y mucho más. Pero es que si usted hubiera conocido a Chispa, comprendería mejor mi tristeza y mi dolor. Ella permanecía cuando no quedaba nadie, ella era y estaba. Y, estoy segura, hubiera dado la vida por mí si preciso hubiera sido. Cómo, entonces, no voy yo a llorar por ella, a recordarla y a dedicarle, aunque sea torpemente y en medio de este mar de lágrimas que anegan mis ojos, estas palabras de reconocimiento, de gratitud y de cariño infinito por todo lo que me ha dado y por la lección diaria de bondad, cariño, lealtad y fidelidad que impartió con sus acciones dentro y fuera de casa. Nunca te olvidaremos, amiguita. No entiendo Chispita, "potota" maravillosa, como yo te llamaba cuando me daba por inventarte mil nombres que fueran sólo tuyos, que haya seres llamados humanos que peguen a los animales, fundamentalmente a los perros. Por eso, ¡Maldita sea la mano que mata a un perro! Va por ti, Chispa querida. Siempre en mi corazón.