Sabido es que el afecto nunca puede brotar del desconocimiento y que los discursos culturales deben nacer de la capacidad de conectar con el público. No se trata, por ejemplo, de inaugurar nuevas bibliotecas, porque lo determinante es propiciar la inquietud por leer. Si generamos de verdad ese deseo, la biblioteca será entonces la consecuencia natural del anhelo humano. Por los caminos tradicionales no tendremos más que espacios llenos de libros, pero vacíos de lectores.

También debemos hacer atractivos los museos. Demos a la gente excusas para regresar a espacios en reinvención. La clave ya no solo está en la atracción de la colección permanente o de exposiciones temporales, sino que ahora es necesario impulsar una programación continua que convierta a los museos en territorios compartidos y transversales. Lo sustancial es que cada nueva visita sea un auténtico descubrimiento.

Vivimos tiempos de cambio. Siempre lo han sido, pero ahora son más rápidos. Créanme, de la cultura del impacto no surge una conciencia crítica, que se fragua siempre a fuego lento. Desde los tiempos de Atapuerca el ser humano se ha dotado de relatos para saber dónde estaba y hacia qué punto quería llegar. Sin esa toma de conciencia, sin un discurso que nos diferencie y aporte valor, solo queda improvisación e involución.

Las ciudades de Castilla y León comprendieron, con el éxito arrollador de las primeras ediciones de Las Edades del Hombre, que su economía podía dinamizarse con el turismo, que la cultura creaba empleo. Desde entonces, hace ya tres décadas, entendimos que las personas recorrían cientos o miles de kilómetros para disfrutar de la historia y riqueza patrimonial y gastronómica que para nosotros resulta ya cotidiana.

Nuestra historia es nuestra principal aliada, por eso qué mejor contribución al relato que nuestra transformación permanente en embajadores de ese acervo cultural inigualable. Más que visitantes, generemos personas que se sientan protagonistas. O entendemos que la cultura es de todos o no será de nadie.