Ha oscurecido y llueve. Desde la esquina en la que estoy acomodado puedo escuchar con claridad el inconfundible ruido del agua contra los cristales.

A esta hora de la tarde el comedor se encuentra casi vacío. La luz de los tubos de neón se desparrama sobre las mesas apiladas y rebota en paredes y baldosas convirtiendo la enorme sala en un espacio mortecino y fantasmagórico. Hace frío. La desolación es total. En un intento de minimizar la tristeza, pido vino. No hay, dicen. Bueno, cerveza, ¡Qué más da! Al fin y al cabo, de lo que se trata es de superar este sentimiento de soledad que llegó de manera brusca y, de un tiempo acá, me invade.

Procuro no pensar en nada. Me limito a contemplar a la señorita de cofia blanca que se acerca con un muslo de pollo desde el fondo de la barra. Llega congelado y pregunto si hay posibilidades de calentarlo. No, ninguna. La cocina está cerrada, dice sin mucha convicción en tono de disculpa. Habla sin mirarme a la cara al tiempo que retira restos de comida en las mesas contiguas y se llama Carmen. Lo sé porque éste es el nombre que figura en el rótulo que cuelga de su blusa. Se mueve con rapidez y, justamente ahora, comienza a barrer por la esquina en la que me encuentro. "Disculpe, señor, pero el cocinero se ha ido y las normas son las normas, ? ya sabe". Sí, sí, ya sé.

Estoy en el hospital clínico de mi ciudad. Una intervención quirúrgica mantiene a un familiar cercano ingresado. Su estado es delicado y presiento que pasaré una noche más dormitando en un sillón pero, antes, he decidido tomar cualquier cosa en la cafetería no siendo que a mis tripas les dé por removerse de madrugada.

Mordisqueo el muslo. Miro a mí alrededor. Un joven sostiene la mano a una chica pero no parecen tener relación sentimental alguna. Conocidos ó compañeros de trabajo, familiares tal vez. Él habla y ella asiente. Un poco más allá dos señoras se despiden. Probablemente es la hora del relevo y viendo sus rostros abatidos es fácil suponer el estado de la persona a la que han venido a acompañar y de la que seguramente están hablando en voz queda.

El resto, un hombre y dos mujeres, rumia su cena con la mirada baja. Las mujeres comen muslos de pollo como el mío, el hombre un bocadillo envuelto en servilleta de papel. Nadie cruza una palabra. Ni siquiera una mueca de complicidad en las resignadas caras.

Se levanta el hombre. Deja sobre la mesa el bocadillo apenas empezado y sale sin decir adiós. Al momento se va una de las mujeres. El tercero en marcharme soy yo. Me muevo mecánicamente y, a medida que avanzo por el pasillo, soy consciente del creciente hastío. Me cruzo con una enfermera. Felices fiestas, dice. Gracias, igualmente, respondo sin saber muy bien por qué. Subo en el ascensor. Ya estoy en planta, en cirugía.

Entro en la habitación cuatro mil ciento tres. Mi familiar tiene los ojos cerrados y respira con dificultad. Le hablo. No responde. Me acomodo en el sillón. Estoy cansado y he perdido la noción del tiempo. Cerca de la puerta, junto al armario, hay un pequeño árbol con luces de colores que parpadean. Quizás la próxima semana sea Navidad, ¿O fue, tal vez, la pasada? No sé. ¡Es todo tan extraño!