En el día uno de la República catalana la bandera española seguía ondeando junto a la vieja señera de la Corona de Aragón en la sede de la Generalitat, mientras los mossos d'escuadra retiraban los retrato del presidente cesado de esa supuesta república de los despachos oficiales. En el día dos, ayer mismo, una multitud constitucionalista, más de un millón de personas según los organizadores, clamaba por la unidad de España en el Paseo de Gracia de Barcelona.

Uno de las proclamas más coreadas por los manifestantes era "Puigdemont a prisión". Puigdemont, como saben -estaría bueno que no lo supiesen después de la matraca- es el supuesto presidente de la nueva supuesta república, que nadie ha reconocido. Ha sido destituido por el Gobierno y se enfrenta a acusaciones de rebelión contra el Estado. Pero al propio portavoz de ese Gobierno, Méndez de Vigo, le gustaría que repitiese como candidato en las elecciones del 21 de diciembre, probablemente por considerarlo un aspirante lo suficientemente débil.

Estratégicamente es ilusorio; los independentistas del PDeCAT votarán independencia independientemente de quien sea el candidato. Con encarnar la secesión sería suficiente para ellos. Pero, en caso de que no fuese así, produce algo de confusión ver cómo el Gobierno anima al golpista que ha puesto en jaque al Estado a someterse al veredicto de las urnas mientras en la calle lo quieren ver enjaulado. Imagínense a la UCD invitando, después del 23-F, a Tejero a pedirle el voto a los golpistas en las siguientes elecciones.

En cambio, Pablo Casado, vicesecretario general de Comunicación del PP, ha echado en falta un perfil moderado e institucional como el Tarradellas para representar las aspiraciones nacionalistas de Cataluña. ¿En qué quedamos entonces? En días de tanta confusión, de proclamas y de símbolos, la suya y la del portavoz del Gobierno son dos opiniones tan contradictorias que alguien debería reclamarle al partido de Rajoy que emitiese de vez en cuando en la misma frecuencia.