La deriva secesionista en Cataluña es un problema político, social y económico que no solo está llevando a la sociedad catalana al borde de un auténtico precipicio, sino al conjunto de España, debilitando la imagen y la posición internacional de un país cuyo gobierno, no lo olvidemos, se encuentra en minoría. El castigo que la inestabilidad institucional infringe a la economía es mayúsculo, hasta el punto que los expertos apuntan ya a que el 'procés' rebajará en tres décimas nuestro PIB e incidirá directamente en la creación de unos 80.000 empleos menos de los previstos.

La tormenta perfecta puede ser aún peor si a esos efectos se suman las probables revueltas callejeras tras la aplicación del artículo 155 de la Carta Magna y la consiguiente intervención de la autonomía. Estamos, por tanto, ante el mayor torpedo lanzado a la línea de flotación de la estabilidad de un país democrático que, tras años de severa crisis, empieza a enderezar el rumbo de la recuperación. No en vano, España es una de las economías europeas con mayor intensidad en materia de creación de empleo, con medio millón de puestos de trabajo generados al año desde 2014. Un escenario que la inversión directa extranjera corrobora de forma explícita, con más de 33.000 millones de euros recibidos durante 2016 (un 31 por ciento más que el año anterior). Y eso por no hablar de la creciente competitividad del tejido empresarial español y la acreditada mejora en todas las ramas de actividad que, incluso, ha suscitado el aplauso y la envidia del Reino Unido.

Lamentablemente, todo este esfuerzo y las halagüeñas perspectivas económicas y sociales pueden irse al traste si, como parecen, persisten el sortilegio del separatismo catalán y la irresponsable actuación de Puigdemont y sus acólitos. Estamos ante un fragante golpe de Estado perpetrado por unos pocos contra el conjunto de la sociedad, mediante el uso cavernario de las instituciones públicas al servicio de unos intereses espurios y partidistas. Las continuas e intolerables invectivas contra el pueblo soberano y las taumatúrgicas decisiones de la Generalitat van a terminar arrastrándonos a todos a un fango oscuro de incalculables consecuencias. Tanto es así que la marcha de centenares de empresas de Cataluña va a parecernos una anécdota en relación a lo que podría suceder.

Mientras el 'president', imbuido por un falso mandato mesiánico, persista en su huida hacia delante, el daño aumentará cada día, abocando cualquier salida a una sola carta: la inminente convocatoria de unas elecciones autonómicas, cuyo incierto resultado también aplazará la solución del problema. Sin embargo, la encrucijada es de alto voltaje y, por tanto, no caben medias tintas, y mucho menos nuevos requerimientos, ante la intransigencia y la chalanería institucional. La absoluta falta de respeto a las leyes, al legítimo gobierno de la nación y al conjunto de los ciudadanos es de tal calibre que no puede ponerse en peligro por más tiempo la reconciliación civil y la senda del crecimiento económico de uno de los países más democráticos del mundo y en el que, a la vista está, la descentralización del poder nos ha empujado a las más altas cotas de bienestar.

Ampararnos en la prudencia es, sin duda, aconsejable, pero la injustificable y manifiesta imprudencia de unos cuantos no puede ser tampoco la palanca que nos empuje a todos hacia el abismo. No está en juego el injustificable y onírico plan secesionista, sino las más elementales reglas de convivencia. Y por eso, el pulso tiene que acabar con la aplastante derrota de quienes se sitúan al margen del ordenamiento jurídico y juegan sucio con nuestra confianza y nuestra libertad.