Pocas veces se ha visto al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tan a gusto como en compañía de su colega ruso, Vladimir Putin, en la reunión que mantuvieron al margen del G-20 en Hamburgo. Fue como una reunión de oligarcas: y hay ciertamente mucho de oligarquía en la Rusia de Putin, donde los magnates de la industria, irregularmente enriquecidos tras el fin de la URSS, ocupan puestos claves en el aparato del Estado. Estados Unidos ha sido desde su fundación una plutocracia y va camino de convertirse en una oligarquía, dominado como está cada vez más por "elites económicas y grupos organizados que representan intereses empresariales", como explican dos profesores de ese país.

Para su plutócrata presidente, la política es un asunto de familia, como ocurre en la mafia. Y así parece ver como la cosa más natural del mundo incluir en su equipo a sus hijos o a su yerno sin ver ningún conflicto de interés en la continuación de los negocios familiares.

¿Cómo iba a parecerle escandaloso a Trump sénior que su hijo se entrevistase con el hijo de un magnate de la construcción azarí para fijar una cita con una abogada rusa que tenía información confidencial sobre la demócrata Hillary Clinton?

Como si no hubiera acabado la Guerra Fría, la Rusia de Putin y los Estados Unidos de Donald Trump parecen, desde que estalló el escándalo del ciperespionaje ruso, dos países obsesionados el uno con el otro.

Rusia ocupa continuamente los espacios informativos de Estados Unidos por su supuesta injerencia en las elecciones de este país y su contribución a la victoria electoral de Trump. Y algo parecido, aunque a la inversa, ocurre en Rusia, cuya política exterior tiene a EEUU como constante y casi único punto de referencia.

Los medios estadounidenses, morbosamente obcecados con Moscú, no dejan de publicar historias sobre el espionaje ruso y los contactos del entorno de Trump con dudosos personajes de la otra potencia. Mientras, los medios rusos no ven mejor manera de distraer de los problemas económicos internos que mencionando supuestos intentos de EEUU de desestabilizar al Gobierno de Putin a través de fundaciones como la de George Soros.

Y mientras tanto, los europeos, claramente influidos por lo ocurrido en EEUU, no dejan de hacer cábalas sobre supuestas maniobras rusas para influir también en sus procesos electorales. "Dividir, distraer y desmoralizar" es la estrategia que algunos, como el historiador británico Mark Galeotti, atribuyen al Kremlin. Hay quien parece echar de menos la Guerra Fría.