Cuando la Inquisición se encontraba en pleno apogeo, persiguiendo a los herejes con todo el ensañamiento que entendían por aleccionador, surgieron en España y llegaron a Toro y Zamora propagandas de las doctrinas reformistas que habían fermentado en Alemania. En Valladolid comenzó secretamente la predicación de la nueva doctrina el doctor Agustín Cazalla que fue convirtiendo a un buen número de seguidores.

En Toro, un tal don Carlos de Seso, que había servido al Emperador en los ejércitos de Alemania e Italia, fue nombrado Corregidor en la ciudad de Toro por los años de 1554, casó con doña Isabel de Castilla, señora rica, descendiente del rey don Pedro, siendo por estas tierras el autor del luteranismo.

En Zamora, eran los más cualificados don Cristóbal Docampo, caballero de la Orden de San Juan y limosnero del Gran Prior de la misma Orden en Castilla; don Cristóbal de Padilla, camarero del marqués de Alcañices, y don Pedro Sotelo, caballero de ilustre familia.

El descubrimiento de los conventículos (reuniones clandestinas) fue debido a la casualidad. La mujer de un platero de Valladolid, llamado Juan García, observó que su marido se levantaba por las noches cautelosamente y salía de casa. Habiendo seguido sus pasos, impulsada por los celos, vio que entraba sigilosamente en casa de doña Leonor, viuda de Pedro Cazalla, y que no era su marido el único, pues concurrían otras personas de distintos sexos. Declaró sus sospechas a un confesor y de resultas fueron sorprendidas todas las personas que acudían a la casa del doctor Cazalla.

Incoado el proceso, el doctor Cazalla, cabeza principal, negó su culpa en principio, pero confesó al fin, manifestándose arrepentido y dispuesto a abjurar. A pesar de su arrepentimiento, llegó el día señalado para el suplicio, 21 de mayo de 1559. Se levantaron gradas y tribunas en la Plaza Mayor de Valladolid, y con asistencia de la princesa Gobernadora, del príncipe don Carlos, grandes de España, Prelados y una gran muchedumbre, comenzó la ceremonia contra treinta y un delincuentes destinados a protagonizar la terrible escena.

Salió primero el doctor Cazalla y aunque volvió a arrepentirse públicamente, confesó y comulgó, sufrió la muerte en garrote y su cadáver fue quemado en la hoguera.

Don Cristóbal Docampo y don Cristóbal de Padilla fueron declarados, no solo herejes apóstatas luteranos, sino también maestros de la secta, por lo que, aunque arrepentidos, sufrieron igual muerte en garrote y sus cuerpos fueron consumidos en la hoguera.

El bachiller Herreruelo se distinguió entre sus compañeros, los despreció, afeándolos con arrogancia, se jactó de haber seguido durante veinte años la secta que tenía por buena; caminó hacia el cadalso resueltamente cantando salmos, y al llegar al sitio donde estaba su mujer con traje de reconciliada, la golpeó con el pie y prorrumpió en tales blasfemias que mandaron los inquisidores ponerle mordaza, siendo su final en la hoguera.

En Zamora, don Juan de Ulloa confesó y pidió misericordia, fue condenado a cárcel perpetua, confiscación de sus bienes y despojado de hábito, cruz y honores. Por intercesión de sus deudos y amigos, que eran muchos, se le alzaron más adelante estas penitencias.