Acabo de llevarme un disgusto colosal, aunque después de saber que al cerdito-hucha de las pensiones también le va a llegar su san Martín, lo mío es relativamente grave. Me refiero a la divulgación de una noticia que la ciencia guardaba en secreto para ignorantes como yo. Leo que la belleza del amanecer es ilusión pura, algo así como el amor ciego por la faz, manifiestamente mejorable, de la persona amada. Ese atardecer cual pintura de las nubes en la gama de amarillos fulgores que da paso al gris perla de la noche, no existe sino en la cocina de la retina al mando de la cual está el chef cerebro. Pura poesía. No es para tanto, dirán ustedes, pero a mi no me habían dejado tan triste desde que supe que los Reyes Magos eran mis padres.

Es lícito que en este espacio que LA OPINIÓN-El CORREO DE ZAMORA presta a mis desahogos muestre el que hoy, con poética ironía, comparta compungido. Que la belleza no es muy científica ya se sabía pues los patrones del gusto estético son variados por el ancho mundo y variables a lo largo del tiempo. Pero todos, en mayor o menor medida tenemos un punto de poesía por mal que nos hiciéramos querer. Alguna vez, a alguien, le dimos una alegría que no supo o no pudo expresar con el verso adecuado. Es el silencio elocuente del gozo. La metáfora total. "Poesía eres tú" y aunque suene a tópico, es bien cierto. Alguna vez , en algún instante todos lo fuimos. Seguro que al venir al mundo, alguna flor nació al tiempo que nosotros, como dice la canción. ¿No es bastante?. Pero, volviendo al amanecer de las mañanitas, cuesta creer que nos digan en plena cara que es una ilusión óptica provocada por la refracción de la luz que se tuerce y torna hermosura como se tuerce engañosamente el mango de la cucharilla en el vaso de agua. Vamos, que si no viéramos venir a la mañana con esa calma de "luz no usada", al decir de Fray Luis de León, no perderíamos nada, porque en realidad el alba radiante no existe, como tampoco los atardeceres en que los enamorados se besan con el telón de fondo del cielo en brasas. Pero el caso es que la humanidad arrastra ese equívoco gozoso desde que echó mano de un palo chamuscado y se puso a pintar garabatos. Es un error, claro, pero "un error necesario". Tal es el título de un bello ensayo sobre el arte de las musas escrito por un vecino de Coruña, el que fue cabal ministro de Cultura, César Antonio Molina, a mayores profesor de Literatura, excelente escritor y también poeta.

En bellos errores incide repetidamente Homero (siglo VIII a. C.) en "La Odisea" cuando nombra ese fenómeno atmosférico de la aurora como "diosa de rosáceos dedos". Quiere decir que la luz de la mañana es la puerta de todo lo venidero y como tal, madre de dichas y desgracias. Diosa griega al fin.

También nuestro genio Cervantes, pone en marcha al valiente hidalgo de la Mancha con este bello arranque mañanero: "La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo".

No podemos olvidar, para ir acabando y acercándonos a nuestro tiempo, al poeta por excelencia de la luz, nuestro paisano Claudio Rodríguez, que se dio a conocer y deslumbró al mundo de la crítica con su ya clásico libro "Don de la ebriedad": una borrachera, en palabra vulgar, provocada por la luz y el cielo de su tierra, que como toda embriaguez es sano arrojarla fuera, y en su caso en bella y aseada forma de verso. Si seguimos con poetas, Antonio Colinas, con casa en Fuente Encalada, "la lumbre de los días" es su leimotiv poético bien notorio. Y si queremos tener una poética panorámica, a vista de pájaro, de la meseta castellana:

"..El espacio sin puertas... la luz que cerca habita", quedémonos con la lectura de otro zamorano laureado, Jesús Hilario Tundidor y su poema "País del águila".

A buen seguro, las mañanas diáfanas, así como las tardes sosegadas de la infancia, tienen la culpa de que el que escribe se apunte al club de los engañados en el error necesario de la poesía. Escribo estas líneas lejos del ámbito de mis primeros recuerdos y cerca, como dije, del autor del ensayo poético que da título a este escrito, en Coruña. Aquí, al jardín de San Carlos, un escritor ambidiestro, tan sublime en castellano como en gallego, Álvaro Cunqueiro, venía a cargar las pilas de la inspiración contemplando el amanecer desde ese vergel colgante que mira al puerto: "La mañana habita el jardín... La luz es más fina que fuera del recinto y una niña que juega la lleva como un pequeño sol, como un verso rubio en el cabello".