La vez pasada no pude menos de denunciar el robo sistemático del sentido genuino de la Navidad y el intento continuo de anestesiar nuestra capacidad natural de percibir al Dios que se hizo hombre en el niño pobre de Belén. Es innegable que Jesús (y el cristianismo), independientemente de lo que represente o no para muchos, ha sentado las bases y los valores de nuestra cultura occidental. No da igual vivir de cara a Dios que de espaldas a Él.

El "sí" que damos a Dios es un "sí" que logra ir cambiando y mejorando nuestro mundo en muchas y variadas direcciones. De igual modo que lo hizo el "sí" de la Virgen María en la Anunciación o el "sí" decisivo del mismo Jesucristo a punto de beber el cáliz amargo de la cruz. El momento social que vivimos necesita de nosotros, los creyentes, que también demos un paso adelante con valentía, saliendo del letargo en el que a veces estamos sumidos, dando la cara por Cristo y por su Iglesia cuando sea injustamente atacada, apostando por la vivencia de nuestros valores e ideales.

Es verdad que siempre habrá quienes apuesten por la no existencia del Dios hecho hombre; quienes piensen erróneamente que la vida del creyente es poco menos que una "muralla erizada de arduas privaciones" que no vale la pena ser vivida; quienes digan que solo la nueva religión sin Dios es disfrute y alegría, sin cortapisas ni limitaciones. En ambos casos las apariencias engañan y también en ambos hay dolor y alegría, pero lo que distingue al ateo del creyente es la manera de distribuir esos dos componentes.

Recuerdo lo bien que explicaba todo esto ya hace tiempo en un diario nacional nuestro paisano Juan Manuel de Prada. Decía él que el ateo hace depender esa alegría de los pequeños goces superficiales de la vida -el "comamos y bebamos, que mañana moriremos"-, pero niega la alegría última de las cosas, porque está enfermo de una desesperación incurable. Al creyente, en cambio, no le están negados los goces superficiales de la vida, pero es capaz de sacrificarlos, o de tomárselos a broma, porque su gozo secreto está puesto en una alegría más fundamental. ¿Quién es más hombre? ¿Quien reserva su alegría para lo fundamental y sus penas para lo superficial o quien hace lo contrario? Me parece miserable y rastrero que, para algunos enfermos, no haya mejor consuelo que contagiar su propia enfermedad.

Por cierto, nuestro citado escritor zamorano ha aplaudido de manera sobresaliente la polémica película "Silencio" de Martin Scorsese en "L'Osservatore Romano", basada en la no menos controvertida novela de Sushaku Endo. Creyentes o ateos tenemos que ir a disfrutarla mientras siga en la cartelera de la capital. Un ejemplo elocuente de la gran diferencia que hay de vivir de cara a Dios a vivir como si Él no existiera.