Bajaba por Velázquez hacia el Retiro un viento de agua nieve que refrescaba el rostro y mojaba los pantalones. La cita era en el hotel Wellington, en el mismo edificio donde tenía su torreón Ramón Gómez de la Serna. Se iba a debatir entre antiguos primeras figuras soluciones a la encrucijada que vive España, en el foro sobre Reforma constitucional y organización territorial, con el patrocinio de El Mundo y Expansión. A pesar del paraguas, llegué con la gabardina y los pantalones empapados, pero estaba contento. Había recibido la invitación dos días antes y no me iba a perder un debate tan esperado y oportuno. Las cosas empiezan a moverse por los retornados de la política, esos líderes revenidos que cantan verdades que en su tiempo callaron.

Cada cual tenía su proyecto en la manga; todos, salvo Martín Villa, de corte federal, pero con la advertencia de evitar privilegios y asimetrías. Abrió el debate la presidenta del Congreso. Ana Pastor pidió "diálogo, respeto y acuerdo", y "elevar la mirada" para ofrecer a las próximas generaciones una mayor calidad democrática. Miquel Roca, por teleconferencia, recordó que además del diálogo, el respeto y el acuerdo, había que aceptar el problema, y aludió a la responsabilidad de los agentes políticos, pues no era "misión de la Constitución resolver el problema, sino ofrecer el marco" para resolverlo. Más escéptico, Martín Villa consideró suficiente una reforma de la administración y la justicia, aunque veía "lógico" el deseo de cambio. Después, Rubalcaba apostaría por su urgencia, aunque "sin prisa pero sin pausa", para resolver "la triple crisis política, social y territorial", y García Margallo aseguraría que siempre había sido un dilecto partidario, para modernizar la regulación de libertades y derechos y clarificar las competencias en el modelo territorial. Le parecía acertado que esta fuera de corte federal, conservando los principios fundamentales de la soberanía nacional, la unidad, la igualdad y la cohesión social. El modo de hacerlo: respetando el procedimiento que establece la propia Carta Magna.

A pesar de estas juiciosas y acendradas ideas, se echó de menos la menor alusión a garantizar la separación de poderes y la independencia de los organismos reguladores, a una mayor proporcionalidad en la representación, a la democratización de los partidos políticos o a la racionalización del elevado número de los cargos públicos. Lástima que su encomiable afán reformista no se hubiera manifestado antes, cuando tenían responsabilidades de gobierno, pues tal vez hubiéramos evitado la crisis política, social y territorial que ahora padecemos.

Lo cierto es que, a pocos días de que celebremos el trigésimo octavo aniversario de la Constitución, ya quedan pocos actores políticos que no estén dispuestos a reformarla. Parece que ya toca. Hasta la jerarquía del PP, que hasta ayer era contraria, ha terminado por entender su necesidad, y los de Podemos, que querían romperla, la han asumido como la opción verosímil. El miércoles Soraya Sáenz de Santamaría respondía a Íñigo Errejón que esa tarea debía ser de todos y no solo de "minorías ruidosas", para a continuación repetir, por enésima vez, que antes deberían ponerse de acuerdo en "qué se quiere reformar y para qué queremos hacerlo".

Difícil resulta estar en desacuerdo con la vicepresidenta, pues para hacer algo primero habrá que saber qué se quiere hacer y para qué. Lo que no deja de sorprender es que siga repitiendo las mismas reflexiones después de tantos años en el Gobierno, como si en lugar de haber ocupado la Vicepresidencia en la anterior legislatura, hubiera estado ausente, no ya del Gobierno, sino de España. ¿Aceptará por fin crear una comisión parlamentaria para que "entre todos" se ofrezca una alternativa que "dé cobijo a todos los españoles"? ¿Comprenderá que es urgente corregir los "errores de diseño, de funcionamiento y defectos sobrevenidos", que advierte su excompañero García Margallo? Seguro que esta vez, con la minoría parlamentaria que la sustenta y los retornados cantando consejas de verdad en foros y convenciones, terminará por saber qué se quiere reformar, por qué y para qué. Que la prudencia y la altura de miras ilumine a sus señorías.