Suele ocurrir que lo urgente desplace a lo importante. Vivimos con tal celeridad y con tal bombardeo de noticias, interpretaciones, imágenes y demás que apenas queda resquicio para la reflexión pausada y el sentimiento íntimo. Lo he vuelto a sufrir estos días; por eso lo cuento. Desde que me enteré de su muerte, tenía previsto escribir sobre la figura de Enrique Prieto Rueda, el padre Prieto, pero los líos del PSOE y la falta de gobernabilidad en España me empujaron a abordar antes estos asuntos, aunque el alma y el corazón me pedían otra cosa. Me reclamaban una especie de justicia literaria o vital para con una persona que supuso mucho para centenares de chavales que pasamos por el colegio menor "Alfonso Rodríguez" (todavía sin el san) a mediados de los 60 y en la década posterior. Habrá, lógicamente, quien no guarde buenos recuerdos de aquella etapa y de sus protagonistas. Yo sí los tengo. De ahí estas líneas.

Llegué a la Residencia de los Jesuitas, como también se conocía al "Alfonso Rodríguez", en octubre de 1965. Tenía 11 años e iba a comenzar 2.º de Bachiller. Desde enero de ese año, funcionaba el colegio menor "Alfonso de Castro", regido por la figura impresionante (nos volvíamos a mirar a aquel tiarrón descalzo y con hábito y capucha) del franciscano Carlos Amigo, futuro arzobispo de Sevilla. A los becarios que íbamos al "Claudio Moyano", también a los de Oficialía, Maestría y Magisterio, nos obligaban a estar en una de las dos residencias. Mis padres se inclinaron por la de los Jesuitas, donde todo era nuevo. Tan nuevo que estaba a medio hacer. Los pocos que nos incorporamos pasamos un trimestre de aúpa. Sin calefacción ni agua caliente, con obras en el segundo y tercer piso de los dormitorios, con los patios sin dotaciones... Sobrevivimos. Y ahí nos encontramos con la figura del padre Prieto, que hacía de todo: director, vigilante en aulas y pasillos, profesor de Inglés para voluntarios, confesor, intermediario en los problemas con las gentes del instituto y hasta entrenador de fútbol (era muy colchonero) cuando íbamos a dar patadas al balón en los descampados de Los Bloques o cerca del "esqueleto" de lo que sería la nueva Laboral.

En enero, las obras estaban acabadas. Ingresaron otros cuantos alumnos de Bachiller, Oficialía y Maestría (que iban en autobús) al Castillo, pero, en el cuadro directivo, seguían los mismos: el padre Prieto, el hermano Luis Merchán, que se encargaba de las cuentas y la intendencia, el padre Baz, al que nos presentaron como padre espiritual, y don Juan Ortiz, que también hacía de todo: educador, vigilante, profesor de Primaria, entrenador, etc., etc. Detallo esto porque, al ser pocos alumnos y poquísimos "jefes", nos veíamos a todas horas y el roce, para bien y para mal, era constante. De ahí la tremenda importancia y repercusión del padre Prieto. ¡Ojo, que estoy hablando de mitad-finales de los 60. Creo que sería absurdo e injusto juzgar aquel ambiente bajo el prisma de hoy!

Estuve seis cursos, hasta que terminé Preu, en los Jesuitas, siempre con el padre Prieto en la dirección. Tuve con él varias agarradas fuertes, pero las aguas se calmaban pronto. En los dificilísimos años de la primera juventud supo entendernos y hacernos ver lo que había detrás del instituto, de las tapias del colegio y de nuestros pueblos. Aún recuerdo cuando nos habló de la labor de Ignacio Ellacuría y otros jesuitas en El Salvador y de su apoyo a aquella causa. Tampoco se me olvidarán sus respuestas, en una reunión en su despacho, a las preguntas sobre lo que estaba ocurriendo en el País Vasco. Él era el director y podía imponer sus criterios, pero negoció con los "mayores" poder volver los domingos una hora más tarde a cambio de no cenar. (A nosotros nos interesaba más seguir bailando en Las Vegas que tragarnos la sopa y la mortadela).

Enrique Prieto tuvo que dejar Zamora y el colegio, su criatura, pero nunca dejó de pensar en su tierra y en la gente que había conocido. Entre otros lugares, pasó por Miranda de Ebro, Badajoz, León, Valladolid, Salamanca y Asturias, desde donde acudió un helador 18 de diciembre para casarnos. Se jugó la vida; nevaba y Pajares estaba intransitable. Cuando le di las gracias, me dijo: "Si los que estuvisteis conmigo, os acordáis de mí, yo tengo que devolveros el cariño".

Así era el padre Prieto. Así lo recuerdo. Con sus virtudes y defectos, pero con una personalidad fuerte, luchadora, volcada en los jóvenes y en la enseñanza. Una personalidad que, por su obra y su amor a Zamora y a sus gentes, merece no caer en el olvido ni ser sepultado por el silencio.