Si las ideas son las que realmente mueven el mundo, siento decepcionarles ante el inminente comienzo de una nueva campaña electoral, porque dudo mucho de que este período sirva de verdad para esa noble confrontación de pensamientos sobre los asuntos que afectan de verdad a los ciudadanos. Hace años que estas dos semanas previas a la votación se han transformado en un espacio idóneo para ensalzar aún más las virtudes propias y castigar las ajenas, un tiempo para agudizar ese afán irrefrenable por vitorear al jefe de filas, demonizando al contrario.

Es evidente que las ideas han dejado de formar parte del escenario electoral. Más bien, las salas de máquinas de los partidos políticos están más ocupadas y preocupadas por los platós de televisión y los mensajes de 140 caracteres que por la defensa y argumentación de unos ideales. No piensen, por tanto, que de aquí al 26J van a escuchar grandes propuestas, salvo los ases que siempre se guardan en la manga los líderes en forma de rebajas fiscales y medidas de dudoso cumplimiento. Y de todo esto no tienen culpa los políticos, porque al fin y al cabo ellos son el reflejo de la sociedad a la que representan. La responsabilidad en todo caso es compartida, cuando, por ejemplo, comprobamos que la audiencia de los programas de debate en televisión es milimétricamente proporcional al grado de crispación de los contertulios. No valoramos, por desgracia, la importancia de las instituciones como foro real del legítimo debate y, en cambio, comulgamos de ese proceso de politización que últimamente lo abarca y lo inunda todo fuera de ellas.

Convendrán conmigo en que el hartazgo que una gran parte de la población confiesa tener acerca de la política y de sus actores resulta inverosímil a tenor de los hechos y de la realidad diaria de este país. Así que no es de extrañar que en este maremágnum electoral las ideas, efectivamente, se queden en el cajón y bajo llave.