Parecerían los bancos entidades de carácter benéfico, en lugar de empresas con ánimo de lucro, si se dedicaran a organizar sus empresas con el ánimo de perder dinero. Pero la cosa no es así, por eso reducen el número de sucursales, restringen el número de empleados y hacen que usuarios y clientes sean quienes hagan la mayor parte de las operaciones en sus cajeros o en Internet. Porque con todas esas medidas reducen gastos y así les cuadra mejor la cuenta de resultados. Algo similar hacen las multinacionales, los grandes almacenes, y los medianos, y los pequeños hasta donde pueden, y cualquier empresa que se precie; tratan de aprovechar cualquier sinergia, cualquier recodo que contribuya a mejorar su gestión y a pelear por sacar el ejercicio adelante. A ningún hipermercado se le ocurre montar otro, igual o parecido, en la acera de enfrente, para ofrecer los mismos productos, porque hacerse la competencia a sí mismo es algo que ya no hace ni aquel que dicen que asaba la manteca. Pero claro, es que los bancos, las empresas y la gente, en general, juegan con dinero propio, y por eso lo miran, lo remiran, y le dan cien vueltas antes de decidir cómo lo emplean. Cuando alguien monta un negocio ya sabe que tiene que competir contra intereses distintos a los suyos, que son los de otros empresarios, los de otros dueños; y aun así, a veces, se animan y montan un consorcio con ellos, o alguna "joint venture", o algo por estilo, y así salen todos ganando. Porque lo que priman no son los egos sino los resultados.

Pero cuando se entra en el mundo de la política, todo se vuelve diferente: se buscan los votos, se practica la magnanimidad discriminada, se propicia aquello de que yo hago esto porque me sale de ahí, y además porque así lo contemplan las competencias que tengo transferidas. Y si el dinero resulta bien empleado, estupendo, y si no, que san Pedro se la bendiga. Si la gestión se hace bien se pone uno la medalla, y en caso contrario se le echa la culpa a la oposición y asunto concluido.

Analícese el sangrante caso que ha surgido ahora en Zamora. Resulta que tenemos un teatro funcionando, y otro que parece que también va a ponerse en marcha algún día de estos. Que ambos son de propiedad pública -gestionado por el Ayuntamiento uno y por la Diputación el otro- que ambos se van dedicar a fomentar la cultura, a ofrecer espectáculos y, en su caso, a organizar convenciones. Así pues, ambos son propiedad de los zamoranos, y para usos iguales o complementarios, pero las instituciones parecen verlos como competencia, porque si no, no se explicaría que vayan a gestionarlos cada uno a su aire, de manera independiente. Porque lo razonable sería hacer una gestión conjunta que redujera gastos y facilitara su planificación mejorando su complementariedad. Así podrían ahorrarse costos en función del tipo de espectáculo, de la cantidad de público que se prevé vaya a asistir a cada evento, y de jugar con la ventaja de una dirección única y unos equipos multidisciplinares compartidos en lo posible. Pero resulta que no, que el Teatro Principal al parecer es propiedad de IU y del PSOE y los zamoranos no nos habíamos enterado, y que el Ramos Carrión, de la misma manera, pertenece hasta el tuétano al PP. De manera que por lo que se lee y se escucha, cada uno va a hacer la guerra por su cuenta, a dilapidar los exiguos recursos con los que cuenta la capital y la provincia: en una palabra a malgestionar. Un descomedimiento más en una ciudad como la nuestra que cada año va a menos.

Parecen no ser capaces de ponerse de acuerdo en una cosa tan nimia como evidente, de manera que mejor no pensar qué es lo que podrán estar haciendo en otras cuestiones que debido a sus características no permiten ver sus raíces. Y es que lo que subyace en ambas instituciones no es sino una obsesión por el cortoplacismo y una enorme falta de generosidad.

Aún hay tiempo para el diálogo, para pensar en los intereses del conjunto de la ciudad y provincia, pero la verdad es que no hay que confiar demasiado en ello, pues las elecciones generales están a la vuelta de la esquina, y en plena efervescencia electoral los partidos gustan de disparar alegremente con pólvora ajena. Por mucho optimismo del que se disponga, cuesta llegar a creerse que quienes no han sido capaces de ponerse de acuerdo en rebajar el pastizal que nos van costar estas segundas elecciones -tras los cientos de millones dilapidados en las de diciembre, de manera tan despótica como displicente- vayan a ser capaces de ponerse de acuerdo.