Sospecho que una parte notable de la clase política padece rocambolescas pérdidas de memoria en estos tiempos aciagos. Tan indeseable y, estoy convencido, no deliberada dolencia me recuerda poderosamente a un personaje que construí hace años. Se llamaba Pantaleón Trapaza y era un chiflado y feroz crítico de cine cuya columna, en la sección de ocio y espectáculos de un diario de provincias, contaba con una nutrida legión de fieles parroquianos/as, consumidores/as voraces de sus tragicómicas y surrealistas ocurrencias. Podríamos decir que no guardaba ortodoxia alguna en su ejercicio profesional: desmembraba películas, directores, actrices o actores haciendo sangre sin medida, con gratuidad y despecho inquietantes. Practicaba con saña patológica la contradicción, la injuria y el disparate. Lo inventé como resultado de una espesa alquimia; una obscena y aberrante suma imposible de tres personajes: Funés el memorioso (turbadora fantasía de Borges), Augusto Pérez (atribulado protagonista de la neblinosa "nívola" de Unamuno) y el doctor Edwards, enigmático y amnésico Gregory Peck en el "Recuerda" de Hitchcock. Hoy reconozco a menudo en los telediarios, en los debates y en los periódicos su verbo brutal, kafkiano, lacerante, bizarro.

-Recuerdo -me comenta Pantaleón con gesto teatral (yo, como Unamuno, también hablo con mis personajes)- la asfixiante atmósfera de un surrealista cuento de Cortázar: "El axolotl". Imagino al hombre sin nombre que observaba hipnotizado al axolotl; imagino cómo el humano queda atrapado para siempre, quizá sin desearlo, en el cuerpo del mitológico anfibio. Contempla ahora el hombre, inerte, sordo y mudo el mundo desde el interior del acuario convertido en tan extraña criatura. Inquietante. Menos mal que vosotros disfrutáis de saneada democracia y, al contrario que el hombre del cuento, podréis expresaros con libertad una vez cada cuatro años. Aunque, hay algo que no comprendo: ni siquiera os molestáis en leer un programa electoral. Y aún menos el del enemigo. Parece que vais a votar con inexplicable inercia, quizá arrastrados por un más que evidente, sonrojante e inexcusable analfabetismo histórico-político.

Me asusta. Tras haberle dado solemne entierro literario hace ya mucho tiempo quizá fuera yo quien piensa así y él no era, es ni será más que el eco de mi conciencia en busca de palestra.

-Disponen -continúa hablándome- algunos de nuestros representantes públicos de la memoria de un pez. Olvidan la vida entera, si es necesario, en el tiempo que tardan en completar una vuelta a la pecera. Recuerdan sin embargo, curioso acontecimiento, las miserias del prójimo con lucidez exquisita. Parece como si se reinventaran cada día en un parto indoloro, libre de cualquier equipaje moral y ético, sin conciencia del pasado. Son la exacta encarnación de esa cita de García Márquez llevada a su más absurda y extrema literalidad: "Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez".

Sentí entonces, entiéndanme, la lógica tentación de resucitar al crítico Trapaza en algún foro donde admitieran casquería social, reciclado en torticero y tirano verdugo virtual, azote inmisericorde de la clase política, censor sin entrañas de cualquier ideología que no fuera la suya. Y es que sabría manejar con primorosa audacia y alegre desenfado esa pintoresca y calculada epidemia de galopante inmoralidad que nos engulle. Quizá se convirtiera pronto, por aclamación popular, en un iluminado, ungido e investido por el dedo del dios de la justicia y de la verdad. Quizá sea, por qué no, el salvador de la humanidad, el llamado, por fuerza desconocida, a encauzar de una santa vez la historia del hombre. Y entonces podría fundar un partido político.

Construiré su pasado. Puedo inventar cualquier patraña. Nadie va a investigar su veracidad. El pasado, la historia política no es, desgraciadamente, el opio del pueblo. La verdad, los extraterrestres siempre aterrizan en Estados Unidos; todo el mundo dudaría si al redentor de toda una galaxia le diera por caer precisamente en Zamora, por ejemplo en una era de Aspariegos o en un robledal de Trefacio. Pero oiga, yo quiero que sea zamorano que para eso soy el padre literario y hay que hacer patria. Cosas más raras y bastante más complicadas de digerir pasan hoy y nadie se escandaliza.

Nos gustan ahora, parece ser, las revoluciones al estilo del cuadro de Delacroix, aunque el subconsciente sepa de su triste falsedad. Pero calman el hastío por un tiempo. En un escenario imposible de calificar con sentido común, admitirá el pueblo la etérea existencia de Pantaleón, su circunstancia, su razón de existir. Comprendo su necesidad constante de rogarme el regreso urgente al mundo de los vivos para ocupar de nuevo un puesto en el fango de la trinchera, para idear su salto a la política, desesperado por saborear de nuevo la adictiva y tenebrosa ambrosía que perfuma el poder inmediato de la palabra facilona, vacía, barata, irresponsable, carnaza fresca, clavo al rojo donde asirse con desesperada ceguera; esa palabra asumida al fin como verdad por tanto repetirla, donde casi todo es mentira. También el cristal a través del que se mira.

He elegido a un político local como ejemplo a seguir por Pantaleón. Un tipo correoso, curtido en las más bajas lides, soberbio, altivo. De esos que creen poseer la verdad por inducción divina. De esos que, lejos de valorar tu esfuerzo y tu honradez, te despiden en la puerta de su despacho con sonrisa de plástico brillante para, a continuación, verter, con pocas luces, toda clase de miserables y sucias falacias acerca de tu trayectoria personal y profesional. Una joya. Batallar con este oscuro personaje será el bautismo de fuego de Pantaleón. Si pasa la prueba, habré creado un monstruo. Mi monstruo particular. Ese que, según la teoría psicoanalista, llevamos todos dentro, más o menos cruel, más o menos ético, más o menos estético.

Javier Hidalgo