En 1783 se denigró en España la ociosidad y la holgazanería y se proclamaron como honrosos los trabajos manuales y mecánicos. Todo ello fue posible porque surgieron alianzas impensables entre los monarcas absolutistas y la minoría de políticos ilustrados que defendían a ultranza la razón para llevar a buen puerto a un país empobrecido y atrasado donde primaban todo tipo de creencias.

Uno de esos reformistas fue Jovellanos, que sufrió prisión a causa de sus ideas liberales, en un mundo donde reinaba la ignorancia, el analfabetismo y el empobrecimiento intelectual y moral. A pesar de todo, las Cortes de Cádiz acabaron proclamándolo "Benemérito de la patria en grado eminente y heroico".

Gracias a ese grupo de políticos empecinados en crear progreso, se empezó a modernizar nuestro país en todos los niveles, se fomentaron la industria y el comercio, la agricultura, las obras públicas, la educación y un largo etc.

Plasmó en sus obras sus nuevas ideas y un gran pensador, Américo Castro, acuñó el término Jovellanismo, para definir su innovadora ideología: "Una actitud rectilínea en el orden moral, una constante aspiración al perfeccionamiento, un deseo de contribuir al renacimiento intelectual de la patria, un estímulo vivo para trabajar por el pueblo, y sobre todo una austera impasibilidad nacida del conocimiento del deber y de la íntima satisfacción de la conciencia".

En estos días, los ciudadanos asistimos impasibles al espectáculo que están dándonos nuestros políticos, en quienes ya no creemos a causa de la corrupción que enfanga a la mayoría y que cuenta con el beneplácito del resto de los componentes de los partidos que los apoyan. Casi todos, de ideologías muy diversas, tienen frentes abiertos con la justicia, casos que tardarán años en resolverse y que apenas veremos que se devuelva nada de lo robado a las arcas del Estado por los trincones, gorrones, hipócritas y calienta sillones que hemos elegido en los últimos años en esta joven democracia, y que han tenido que ver con los casos Gürtel, la Púnica, los ERE, las aguas, las obras públicas, las rotondas los aeropuertos vacíos, los edificios sin sentido ni ocupación, las mariscadas, el reflote de los bancos, la financiación de los partidos, mientras el pueblo se ha empobrecido y el trabajo escasea.

En medio de tanta desolación y mediocridad parecía que se iba a izar la bandera de la limpieza, que soplaría un viento fresco, y resulta que ha acabado siendo más de lo mismo, casta pura y dura, y se descubre que los asalta capillas han sido supuestamente financiados por el régimen iraní integrista y por un presidente venezolano que ve a resucitados en forma de pajaritos con los que habla de forma reverencial.

Pero ¿qué clase de laicismo van a defender estos tipos, que tanto atacaron a la casta?

Todos quieren convertirse en mesías, en salvadores de la patria, ocupando la primera plana de los periódicos y gesticulan y gritan sin parar en programas que aburren, donde vemos cómo se les llena la boca con palabras como tolerancia, solidaridad, bienestar social y tantas otras que quedan olvidadas tras las puertas de los despachos de diseño que luego ocupan y que no llevan a la práctica por estar imbuidos por ese afán de protagonismo personalista que los acaba volviendo mediocres, lo que hace crecer el desencanto entre los ciudadanos, que hemos de aguantar todo el esperpento que montan.

Faltan reflexiones profundas, verdaderos gestores honestos que antepongan el bien del país y su progreso a sus ideas cambiantes, que se acercan más a una fantochada continua, que nada tiene que ver con lo que prometen en campaña.

Por eso, añoro esa actitud rectilínea en el orden moral con la que todos alcanzaríamos la impasibilidad, nacida del conocimiento del deber y de la íntima satisfacción de la conciencia.

Y tendremos que prepararnos porque esto no ha hecho más que empezar.