Un grupo de científicos asegura haber descubierto el lugar de nuestro cerebro donde reside el espíritu navideño. Lo ha publicado incluso el "British Medical Journal" en un número especial dedicado la Navidad. Se asegura que los científicos utilizaron "un equipo de resonancia magnética para medir los cambios en el flujo y la oxigenación sanguínea que se producen como respuesta a la actividad neuronal y que muestran qué partes del cerebro se activan en procesos mentales concretos".

No sé si este descubrimiento del flujo y la oxigenación sanguínea tiene que ver con el criterio de quienes pretenden suplantar la Navidad con las fiestas del solsticio de invierno, que corresponde, según he leído, al instante en que la posición del sol en el cielo se encuentra a la mayor distancia angular negativa del ecuador celeste. Este fenómeno tiene lugar entre el 20 y el 23 de diciembre en el hemisferio norte y entre el 20 y el 23 de junio en el hemisferio sur.

En la Navidad se celebra -guste o no, se quiera o no- el nacimiento de Cristo en el pueblo de Belén, situado a 9 kilómetros al sur de Jerusalén. Que los grandes almacenes, los fabricantes de juguetes y dulcería y los organizadores de excursiones invernales se hayan aprovechado de esta festividad cristiana para incrementar los negocios no resta un ápice a una realidad históricamente comprobable: el suceso más decisivo de la humanidad es religioso.

La parafernalia que suele acompañar hechos tan profundamente espirituales como la Navidad y la propia Semana Santa muchas veces empaña y hasta desnaturaliza su significado. La culpa no es de los agnósticos ni de los mercaderes, sino de los cristianos que se dejan embaucar por la fosforescencia, la algarada y el estereotipo.

No todo el mundo tiene por qué creerlo, pero el mismo Dios decidió hace poco más de 2.000 años que su hijo unigénito se encarnara para redimir al género humano. "Y nació de Santa María Virgen", decimos en el Credo. El evangelista Lucas atestigua que el nacimiento de ese hijo, llamado Jesús de Nazaret, tuvo lugar en Belén, en tiempo del emperador César Augusto.

Esto es lo que debemos celebrar los cristianos en Navidad y no el solsticio de invierno. Que los mismos cristianos nos dejemos atrapar por la argucia de los reclamos publicitarios no invalida este acontecimiento gozoso.

¿Es un hecho de fe? Naturalmente. Pero a la fe le sucede como a la poesía, de la que Federico García Lorca dice que no quiere adeptos, sino amantes. El adepto es un prosélito, que puede incluso llegar a ser fanático; el amante es un apasionado que vive en el otro y para el otro. Por eso, a la Navidad, es decir, al nacimiento de Jesús de Nazaret le da sentido la acogida amorosa del desvalido, del marginado, del pobre.

No se trata, como se sugirió hace muchos años, de poner un pobre en nuestra mesa en día tan señalado, que tampoco está nada mal, sino de trabajar activamente para evitar que haya pobres, de modo que todos tengan su propia mesa con lo necesario para comer.

La verdad fundamental del cristianismo está basada en el mandamiento de "amar a Dios y al prójimo como a ti mismo". Me comentó Gustavo Gutiérrez en una entrevista que le hice en Salamanca en 1992: "Tenemos que amar a los pobres no por el hecho de ser pobres, sino porque Dios los amó primero". Todo gira, en definitiva, sobre el eje del amor, que durante estos días se nos representa en el portal de un Niño tan pobre que nació en un pesebre. Aquí radica el verdadero espíritu navideño.