Cuántas veces me habrán oído pronunciar estas palabras los alumnos de los tres institutos donde ejercí dieciséis años en total. En las clases y sobre todo en las horas en las que me tocaba hacer "guardia" porque faltaba algún profesor. Los jóvenes -¡ya se sabe!- son muy proclives a malgastar el tiempo cuando no les urge la ocupación. En consecuencia, se querían dar al alboroto en cuanto no estaban obligados a atender o responder en la clase. Mi afición a explicar las razones de mis órdenes o consejos me llevaba al siguiente razonamiento: "Si ustedes pudieran irse a recreo en este momento, en que el profesor no viene, me explico que lo hicieran y se dirigieran al patio de recreo o a la calle, incluso, para matar esta hora que tienen por delante; estarían ustedes más contentos y el centro no los echaría de menos (ni de más). Pero están ustedes obligados a permanecer en su clase y no deben estorbar al correcto funcionamiento de las restantes; en una palabra, en silencio absoluto. Entonces, deben ustedes permanecer en clase sin hablar. Esa es su necesidad. Convertirla en virtud consistirá en aprovechar esta hora para ganarla y no tener que emplearla de su tiempo libre, después de las clases: se librarán de una hora de estudio vespertino en sus casas".

Es una de tantas maneras de convertir una necesidad en virtud; se pueden imaginar múltiples situaciones y ejemplos. La Opinión-El Correo de Zamora nos presenta en su número correspondiente al 8 de diciembre un ejemplo sublime de aprovechar la necesidad de permanecer en un hospital para convertirla en virtud, cultivando artes nobles, como la pintura y la escritura. La joven Beatriz Boria, que debe acudir al hospital y permanecer en él largos ratos por la ineludible necesidad de que le hagan diálisis, se ha convertido, aprovechando esos largos ratos para llenar sus ansias de cultura y las de sus potenciales lectores, editando ya dos libros, a pesar de su juventud.

A mí particularmente me atrae Beatriz por su apellido. La familia Boria es uno de mis buenos recuerdos del pasado. Por eso, aunque no tengo el gusto de conocerla a ella, me abordan los recuerdos de la dehesa de Timulos y de mi residencia en Toro durante unos cuantos años. ¡Cómo desearía Beatriz poder correr, como lo hacíamos su padre y yo en la década de los cuarenta del siglo pasado, haciendo de ojeadores para proporcionar presas a su abuelo (el señor Manuel Boria) y a sus compañeros en las partidas de caza! Pero su enfermedad se lo impide y debe condenarse a la inmovilidad. En Timulos se inició mi amistad, muy estrecha, con Pepe Boria -el padre de Beatriz-, sus padres y sus hermanos. La proximidad de nuestros domicilios, junto a la Colegiata, hizo que aquella amistad, de muchos años antes, se reanudara con más fuerza hasta convertir a Carmen, la más pequeña de los Boria, en miembro del coro que yo intentaba formar para la citada Colegiata. Y tengo una anécdota que refleja claramente la familiaridad mía con los Boria: Los padres de un alumno, vecinos de un pueblo próximo a Zamora, tuvieron la ocurrencia de regalarme un pavo por Navidad. Cuando lo llevaron a mi casa, yo estaba fuera; ante la imposibilidad de devolvérselo en el acto, lo mantuve en casa esperando al día del regreso de los alumnos. La prima que vivía conmigo se encargó de que estuviera bien alimentado. El primer día lectivo de enero estuve esperando la llegada de los padres del alumno y les rogué que pasaran por mi casa a recoger el pavo. Ellos insistieron acaloradamente con toda clase de argumentos, aludiendo a su falta de intención de mejor trato para su hijo, etc. etc. No tuve más remedio que aceptar aquel pavo, regalo de la familia Acevedo. Y, así las cosas, rogué a la señora de Boria que preparara el pavo para comerlo en familia. La fecha no era -es evidente- la Nochebuena; pero sí se trató de un recuerdo de aquella lejana Nochebuena en la ciudad de Toro.

Repito que no conozco a Beatriz; pero sí procuraré conseguir sus dos libros y ver sus otras producciones en algún viaje, que bien puede ser con motivo de Las Edades del Hombre. En la primavera próxima conoceré a Beatriz y cumpliré mi deseo de conocer su obra. Entonces admiraré en todo su esplendor la obra de esta persona, miembro de mi familia amiga, que ha consistido en transformar la necesidad de su quietud en la virtud de producir obras interesantes y útiles a favor de la humanidad y en especial de los niños que lean sus preciosos cuentos.