Lo era. De los pies a la cabeza. Una cabeza sensata y bien amueblada. Antolín Martín fue un hombre cabal al que debo, por amistad y afecto, que no por cortesía, que también, un recuerdo emocionado alejado de las loas póstumas, de los reconocimientos que siempre llegan tarde, de las declaraciones gloriosas, de los dogmas sociales. Su fallecimiento, que todavía hoy constituye una sorpresa para mí, me sorprende en Madrid, en la Clínica de La Luz donde estuve ingresada varios días tras una larga operación. Llegaba por lo tanto tarde para decirle todo lo que su amistad me inspiraba y sobre todo para pedirle público perdón. Nunca es tarde. Fueron mis columnas de la época una fusta que se clavó con dureza en aquel político incomprendido, pero honesto y trabajador como pocos, que lo dio todo a cambio de nada. No fui justa con aquel hombre que nunca tuvo apego al cómodo sillón del poder. Aquel hombre que luchó, como nadie lo había hecho hasta entonces, por su ciudad, la Zamora a la que sirvió con honestidad.

Los elogios en vida. Antolín los recibió cuando ya había entrado en la eternidad. Sabido es que la muerte convierte en genios a los humanos y transforma en elogios los desprecios vividos en política. Antolín Martín supo en primera persona lo que es tocar el cielo y caer en el infierno de la indiferencia, de la crítica más mordaz, de la incomprensión, del olvido, de la estulticia social y política. Fuimos muchos a colaborar en ello. Solo que a diferencia de otros, el buen Dios me permitió conocerle como amigo, quizá para poder hacerle justicia. El tiempo que da y quita y pone las cosas y a las personas en su sitio, me dio la oportunidad de cultivar, siendo como es la amistad una planta de desarrollo lento, la que Marisol Aldea, su mujer, el propio Antolín y sus hijos me brindaron, abriéndome no solo las puertas de su hogar, también las de sus corazones.

Antolín se fue a una edad temprana, a una edad de seguir viviendo. Cuando disfrutaba, junto a su inseparable Marisol y sus hijos, de la vida, de la familia que lo fue todo para él, de los viajes, del tiempo libre que ocupaba en miles de cosas siendo como era un hombre inquieto y trabajador. Un hombre consecuente con sus ideas, de convicciones firmes, sincero, sin recovecos quizá por eso el rencor no tenía cabida en su corazón. Me lo demostró con creces, perdonando, olvidando, no dejando crecer la hierba en el camino de aquella amistad, tardía sí, pero amistad de la buena que hoy quiero honrar como corresponde a un buen hombre.

La tradición judía dice que la memoria de los hombres buenos perdura en quienes le amaron, en quienes en vida le hicieron la vida más gratificante. Por eso el espíritu de Antolín Martín sigue entre nosotros, con nosotros, la familia y los amigos, todos cuantos recordamos su paso por nuestras vidas sin que nos duela, sin que nos embargue la tristeza, sin que haya poso de amargura en las palabras. Si existe el cielo, Antolín Martín está en él. Te lo debía, amigo mío. Y hoy cumplo con el precepto que me he impuesto, el del cariño y el respeto a tu recuerdo. Siempre te echaré de menos.