La Universidad ha sido, es y seguirá siendo objeto de debate no solo en el ámbito académico, sino también en otros escenarios públicos y privados. Lo es cuando se analiza el impacto de las políticas del Gobierno de Mariano Rajoy en materia universitaria durante los últimos años, con recortes en la financiación pública, crecimiento de las tasas universitarias, disminución de los fondos destinados a becas y bloqueo en la reposición de los profesores que se jubilan; cuando se publican informes de reconocidas organizaciones, avisando del déficit de colaboración entre el ámbito universitario y la sociedad; cuando se critica la endogamia y el modo de acceso a la profesión universitaria; cuando se constata la precarización laboral de muchos docentes; cuando se escribe que la Universidad es una fábrica de parados o cuando se discute el camino que debería transitar la institución en los próximos años.

El listado de asuntos que debatir no termina ahí: es casi infinito. ¿Cómo olvidar que las Universidades públicas se están resintiendo, mientras que las privadas comprueban que el futuro que se abre bajo sus pies es próspero? Por eso algunos observamos con preocupación que, en un asunto de tanta transcendencia para este país, lo público merma, se encoge y no se mima desde el Gobierno de turno, mientras que lo privado crece y despunta. Y algunos se preguntarán: ¿qué más da si la Universidad progresa o se estanca? ¿Pero no hay cuestiones mucho más importantes en la vida que escribir sobre una institución en la que apenas estudian uno de cada tres jóvenes entre 18 y 24 años, esto es, 1.600.000 estudiantes cada año y que, como muchos dicen, ya no ofrece un billete seguro para alcanzar el éxito profesional? Quienes así piensan es porque tal vez desconocen que la formación y cualificación del capital humano es un elemento esencial para mejorar la calidad de vida y el bienestar de los ciudadanos. Por tanto, es lógico hablar, escribir y preocuparse por la vida universitaria.

Ahora bien, muchas de las críticas contra la Universidad y su funcionamiento interno están más que justificadas. Incluso algunas se las ha ganado a pulso. Hay tres que me preocupan muy especialmente: cuando la Universidad y sus docentes viven de espaldas a la sociedad, cuando se constata el déficit de colaboración entre el profesorado a la hora de compartir experiencias docentes o cuando se ponen zancadillas y frenos a compañeros que tratan de impulsar nuevas prácticas y experiencias innovadoras. Son tres problemas serios y complementarios que impactan muy negativamente en la imagen de la Universidad, contribuyendo a su deterioro. Lo curioso, sin embargo, es que los tres podrían resolverse fácilmente. ¿Cómo y de qué manera? Utilizando un recurso que, en mi modesta opinión, escasea, mucho más de lo que sería deseable, no solo en el ámbito universitario, sino también en otras esferas de la sociedad: la capacidad de imaginación. Falta mucha imaginación y sobran las prácticas añejas en todos los ámbitos. Por eso, ya saben: ¡la imaginación al poder! También en la Universidad.