Para tratar de resolver problemas es necesario conocer el contexto real en que los mismos se generan, evitando que lo complejo se convierta en algo definitivamente complicado. Y más allá del resultado que obtengamos, tenemos la obligación de no introducir a las generaciones más jóvenes en confusiones históricas nuevas, exponiéndoles aquellos aspectos que son mejorables del modelo de convivencia que hemos alcanzado, en el marco de nuestro modelo de Estado.

Explicando con palabras sencillas el mal denominado "problema catalán" -nominado a su vez de múltiples formas, con categorías que cuesta reconocer (ofensiva soberanista; desafío independentista; catalanismo radical; plebiscito separatista; secesionismo; autodeterminismo; derecho a decidir catalán, etc.)-, más que partir de aquello que nos separa, tendríamos que partir de aquello que nos une, o, al menos, de aquello en lo que todos podríamos estar de acuerdo.

Así, no costaría imaginarnos España como una gran muñeca rusa matriusca, ese tipo de muñeca maternal que va incluyendo en cada uno de sus vientres una realidad familiar distinta. De esta manera, la primera realidad con que nos encontraríamos sería el pluralismo que, en general, nos remite al mundo de lo que pensamos, las ideas. La propia Constitución otorga al "pluralismo político" un "valor superior" en el ordenamiento jurídico -junto a la libertad, la igualdad y la justicia-, en el marco del "Estado social y democrático de derecho" en que se define España (Artículo 1.1). Dicho más sencillo: tanto descriptiva como prescriptivamente, España se configura como un Estado plural, con multitud de ideas, políticas u otras, que pueden ser expresadas libremente.

El pluralismo contiene una segunda realidad: la diversidad. Ser diverso significa tener percepciones y emociones distintas a otros, respecto de una realidad concreta (por ejemplo, el territorio, la cultura, la gastronomía? o incluso el mar), lo que explica que nos sintamos catalanes, vascos, castellanos y leoneses (o marítimos), normalmente por sentido de pertenencia a una colectividad. La "diversidad" nos refiere, pues, al mundo de los "sentimientos de pertenencia", y algunas personas construyen su identidad desde este sentimiento.

Finalmente, la diversidad incluye la llamada singularidad (también nominada de otras formas, como "especificidad" o "hecho identitario", términos más inclusivos que el denominado "hecho diferencial", pues no es de diferente tronco lo que tuvo raíz común). Básicamente, entre las "singularidades" nos encontramos con dos: la lengua y los derechos civiles históricos, garantizados tanto por la Constitución como por los Estatutos.

Por tanto, pluralismo (ideas), diversidad (sentimientos de pertenencia) y singularidades (diferencias), son tres realidades comunes, inclusivas e integrables.

Sucede que alrededor de esas dos diferencias "técnicas" (lengua y derechos forales), los autogobiernos (sobre sus estatutos de autonomía) han ido desarrollando los símbolos, la institucionalidad propia y las competencias de gobernanza. Mientras, unos pocos, han venido utilizando tales singularidades para "forzar identidades", más que para reforzarlas, reivindicando no solo una "identidad colectiva", sino además un nuevo modelo de convivencia separada (cuando la convivencia, se sabe, se forja en el pluralismo y en la diversidad, pues las diferencias suelen forjar fronteras de desigualdad).

Es obvio que tales "diferencias" no pueden constituir un argumento válido de separación, sino de unión. Como obvio nos parece que sin "compartir identidades" se pueda lograr un mejor proyecto común, que a su vez nos permita definir un nuevo modelo productivo, más redistributivo, y un nuevo modelo social, más igualitario y cohesionado.

El relato independentista ha sido construido, pues, sobre un error conceptual y perceptivo, que expresa un sentimiento identitario excluyente. El "problema de encaje de Cataluña en España" es, pues, de comprensión. Y solo mediante el diálogo, con buenas dosis de pedagogía, podremos llegar a aclararlo para entendernos en la solución.

Algunos reivindican el "derecho a decidir" (derecho de libre determinación) de los País Catalans para replantearse la relación con España como Estado-nación, derecho que carece de legitimación jurídica internacional más que en supuestos específicos de violación de derechos humanos fundamentales y de uso de la fuerza sobre los pueblos (de un territorio no autónomo), sometidos a dominación colonial o constituidos en Estado -según, por ejemplo, Resoluciones 1541 (XV) y 2625 (XXV) del Tribunal Internacional de Justicia (T. I. J.)-, o, en fin, sin recorrido legal en el ámbito federal de la Unión Europea, según el derecho comunitario. Y en el marco del proceso constitucional que los españoles se dieron en 1978, nadie más que el conjunto de la sociedad española puede decidir si Cataluña puede ser o no independiente. Dicho de otra manera: la voluntad de unos pocos representantes no puede imponerse ni sobre la sociedad catalana ni sobre la española, so pena de ser desleal, constitucionalmente hablando, más allá de su tacha e ilegalidad.

Pero es que incluso, aunque no existiera inconveniente jurídico en asumir a Cataluña como nación, resulta triste comprobar que algunos no entiendan que los nuevos escenarios políticos trascienden el concepto "nación", mientras que la unidad -necesaria para construir relaciones mutuamente beneficiosas y proyectos de destino global-, se cuestiona y debilita con la ruptura.

Se reprochan agravios comparativos para la autonomía catalana, tales como la reforma del Art. 135 de la Constitución Española (estabilidad presupuestaria), que limitó la autonomía política no solo de Cataluña sino del resto de autogobiernos; la desafortunada reforma del Estatut en 2010 por el Tribunal Constitucional -en particular referida a la interpretación lingüística- o el actual sistema de financiación, insuficientemente dotado. Y los mismos, distraen y descuidan el diálogo, tras la queja de "ser tratados como súbditos", opinando que no existen más opciones para Cataluña que su integración en un estado central (se supone España) o el independentismo.

Nada más lejos de la realidad. Si volviéramos al pluralismo (que engloba diversidad y singularidades), recordaríamos que la Constitución del 78 ya diseñó un "Estado pluralista, no centralista, pero sí unitario" que, con independencia de la forma política (monarquía parlamentaria), ha servido al modelo de convivencia (democracia) y puede seguir sirviendo de manera mejorada.

Y precisamente, en ese marco de unidad y cohesión social, no debería existir inconveniente en ir progresando hacia una mayor descentralización de nuestro modelo de "Estado autonómico (ya) descentralizado", a través de la inclusión de elementos federalizantes, pues el federalismo no es más que una técnica jurídica que permite mejorar la organización de los territorios a nivel competencial y funcional (institucional, coordinativo, colaborativo, etc.), además de expresar y garantizar de manera más diáfana las especificidades, para aquellos que sienten una fuerte identidad dual. Aunque más allá de tratar de mejorar las afirmaciones de identidad para quienes lo necesitan, debe tratarse de buscar una organización más eficaz para todos.

Mientras tanto, mientras no se operen las necesarias reformas constitucionales e intelectuales, los problemas de poder territorial y funcional, que dificultan el progreso hacia un nuevo modelo productivo y social, tendrán que seguir resolviéndose a base de mucho diálogo y voluntad de entendimiento, sobre bases de subsidiariedad, coordinación u orden, pero en su visión tradicional.

Y si tampoco las asimetrías pueden justificar rupturas, la solidaridad, aunque no debe presentar límites, sí debe presentar ajustes para no convertirse en un instrumento de insolidaridad.

Nadie puede desentenderse de la conciliación de identidades, de la búsqueda de complementariedad y compatibilidad.