No hace mucho un compañero me explicaba la tarea apasionante que Matteo Ricci ejecutó al evangelizar China. Fue capaz de llevar el evangelio a los corazones de aquellas gentes que estaban abiertos a Dios y lo buscaban incesantemente aun con otra cultura y estilo de vida (hoy para adentrarse en otra cultura no es necesario irse a un país lejano, basta caminar por nuestras ciudades para encontrarnos con gente de culturas o tribus urbanas radicalmente diferentes). Supongo que como en todo lugar habría quienes se convirtieron pronto, quienes necesitaron su tiempo y quienes en su vida no pudieron nunca adorar a otra deidad distinta a la de sus padres. Todos estaban alejados de la fe cristiana por la zona geográfica, pero algunos, cuando se salvó el problema de la distancia, continuaron estando alejados con su mente y su corazón. Mejor dicho, algunos cuanto más cerca estaba la predicación cristiana más alejados estaban de ella.

Imagino que este misionero no llegara con muchas cosas a su lugar de misión. Para ir a los que están lejos, cuantas más cosas tengamos, más nos costará por el peso que acarreamos. Jesús manda sabiamente a sus discípulos que cojan un bastón como apoyo y lleven sandalias para caminar: es necesario no morir por el camino. Pero cuando uno llega al destino, ¿para qué tener túnica de repuesto? La mejor túnica es la coherencia y la autenticidad. Matteo Ricci, ataviado con las túnicas propias de la cultura que iba a evangelizar, intentó adaptar los ritos a las formas chinas. Mostró de forma visible que era posible ser cristiano y mantener los usos y costumbres de la zona (al menos en su mayoría). Como ya he dicho, no todos fueron capaces de reconocer a Jesús como el Señor, pero al menos se llevó su palabra a quienes estaban abiertos al Espíritu. El evangelio nos narra cómo Jesús dice a sus discípulos que cuando no se les reciba sigan su camino.

Tenemos un mal concepto de la pastoral de los alejados. Los alejados son los que socialmente, eclesialmente e incluso geográficamente están lejos de Dios y que merece la pena acercarles el evangelio porque están abiertos (aun sin saberlo) a la acción de Dios en sus vidas, aunque en su día a día su fe sea como un pábilo vacilante. Pero a quienes no quieren aceptar el mensaje, solo nos queda esperar a que el Espíritu y la vida les ablanden el corazón.