Tiempo de primavera. Un poco de aire de más. Cartel de "no hay billetes?". Así, con aires bucólicos, perfumaba Antonio Diaz-Cañabate en ABC la crónica taurina del 20 de mayo de 1962, que espejeaba el triunfo de Andrés Vázquez el día de su alternativa. Después, ya en el meollo de la pieza, cantaba los valores del toricantano, un torero en sazón, prometedor ("¿cumplirá lo que promete?", se preguntaba) de logros basados en la pureza del arte. El crítico ensalzaba las mimbres del villalpandino, su faena a «Irónico» tras pasaportar con limpieza y hondura a «Zorrito», el astado de su alternativa lidiado con los trastes cedidos por Gregorio Sánchez. Destacaba con gracia «dos naturales espatarrados, que así es el toreo» y el «soberbio volapié», para acabar: «El gentío salió contento. Había visto un verdadero día de alternativa».

La pieza de Diaz-Cañabate la recogió El Correo de Zamora el día 21, lo mismo que la de Julio Castañares, de «Ya», quien describía al nuevo astro taurino con palabras rimbombantes. Lástima que acabara su escrito reluciente con un "¡y qué este hombre sea de Zamora!". Como si un zamorano no pudiera ejercer como un sacerdote el leve arte de Cúchares.

El periódico local, que aureoló con espacio y tipografía el triunfo del villalpandino, también dio cobertura a un artículo de Manuel Martínez Molinero, zamorano ejerciente que se confesaba con la autoestima por los cielos porque un día, un 3 de septiembre de 1950, había descubierto al torero de la tierra y desde ese momento solo había tenido una fijación: hacerlo triunfar en la Monumental. Ya lo había conseguido. La frase resume sus inquietudes a flor de piel: «El sábado -también era sábado como este año-, cuando saliste del coso de Las Ventas en hombros de la gloria, sentí que mi pecho se embargaba de emociones infinitas y el impacto de tu sonoro triunfo me hizo vibrar violentamente. El peso que acababa de quitárseme de encima me hizo vacilar, como a un borracho, como si toda la alegría que hacía temblar mi cuerpo se me hubiera subido a la cabeza».

Andrés, «Nono», se hizo grande. Cincuenta años de alternativa. Las luces refulgentes se clavan como estoques y las sombras se achican en el envés de los burladeros. Fue un día como hoy, con los primeros vencejos buscando soledades. El maestro sueña. Se mira en el espejo. ¡Dios, tantos recuerdos! La cara aún más renegrida por la genética punzada en las besanas de cartabón y arado romano. Tantos años. Tantos triunfos. Tantos fracasos (que cuando el camino se enroca se atoran las espitas). Y la vida que no para y lo va escondiendo todo en los ángulos muertos de los portones de los sustos. Tú, se dice retador y jaranero, engallando la voz con ese tono penibético, tan torero, en el claroscuro del cristal, campesino con juanetes, qué cabrón, cuantos aplausos has robado; nadie diría, un mequetrefe huido del Raso, hasta dónde has llegado.

Dos orejas el día de la alternativa, puerta grande. Después otra decena de veces en la cresta de la ola madrileña, en volandas. Soñando sueños de grandeza. No siempre ha sido así. Que las dudas, a veces, roen el alma. Que las circunstancias no siempre vienen perfumadas, que también aparecen envueltas en papel de estraza, con cierto resquemor de amargura.

«¡Y qué este hombre sea de Zamora!», decía el crítico con mucha mala leche. Pues claro que sí. Y villalpandino de pro. Siempre ha llevado el carné en la boca y en la entraña, aunque haya quien lo haya ubicado más cerca de Despeñaperros por su deje desmayado y gracioso. Y hasta por el duende al que se agarran sus bulerías, que también tiene hondura en la garganta, como son largos sus brazos cuando se estiran en verónicas románicas. Tiene un aire a Belmonte, grajeaba el entendido cuando empezó. Sí, sí, pero envuelto en el estoicismo castellano, con personalidad, que nunca los toreros de interior han copiado nada, que no lo necesitan, porque el aire de dentro lleva hurmiento en las venas.

Lo dice muchas veces, convencido: «El toreo es una religión». Solo así se explican muchas cosas. El aguante eterno de la afición. El fracaso, en cadena, de las grandes ferias por la sosería del ganado, la manipulación de la genética y la imposición de las figuritas. Él ha sido martillo pilón del fraude de la fiesta, que los enemigos están en casa y muchos aparecen en las letras grandes -y en las pequeñas- de los carteles. Su sinceridad, rayana en la chulería, le ha acarreado muchos enemigos. No le importa. También su discurso político, extremadamente centrado en un lado del hemiciclo, molesta porque se sale de los moldes y rompe convencionalismos y en más de una reunión ha actuado de Pepe Grillo.

La Fiesta Nacional o es auténtica, y para eso hay que rascar en el principio y en los toreros principales como el de Villalpando, o acabará arrastrada por su languidez circense, también subvencionada, también llena de trucos para adormecer los sentidos del espectador.

«El Nono» tomó la alternativa a los 30 años. Ese quizás es el secreto. Ahora los niños se hacen maestros a los veinte y el doctorado y la buena vida los agosta en cuatro abriles. Él se hizo torero junto a los carros y tablados, saliendo de entre los cuernos de vacas resabiadas como la «Zurda», más conocida que el «Islero» en Tierra de Campos. En aquellos tiempos torear al natural era un milagro, lidiar sin acabar rebozado en la propia sangre, una epopeya.

Lenguaraz y provocador, nunca tuvo freno. «Hay dos clases de toreros, los que aman esta profesión y luchan y trabajan por conseguir ser matadores y los «comeherencias», hijos de famosos para quienes este oficio es una moda», dijo al periodista la víspera de ser homenajeado en las Ventas, en octubre de 2010. Y tiene razón.

Andrés Vázquez ha sido -y es- el torero de Zamora. Todavía no ha llegado el relevo. Esperamos con ilusión que vuelva a brotar el arte en esta tierra. Ahí está Alberto Durán, que apunta luces y que lleva en su montera los sueños de azul purísima de los aficionados zamoranos.

He visto torear varias veces en directo al maestro de Villalpando (en televisión más, inolvidable la lidia a «Baratero», un «albaserrada» cariavacado, criado entre los pedruscos de la dehesa de un -entonces- casi desconocido Victorino Martín). Una no se me olvidará, fue en el homenaje a Antonio Bienvenida tras su muerte. En las Ventas, un San Isidro luminoso...

Plantado en el coso como un pino engreído en la campiña terracampina. Sin pies, que cuando uno no tiene que andar no los necesita. Preñado de arte puro, que sobran soliloquios cuando el aire barrunta la querencia de la liebre. Allí está, ofreciendo su alma al cielo, jeribeques eternos de un trapo que es bandera. Torea como respira. Y el brazo es un émbolo que arrastra la embestida del morlaco, dibujando ilusiones, llevando los olés prendidos de Las Ventas. Torea como respira. Aquí no hay trampa. Los muslos sobre las astas encendidas. Huele a chamusquina que sale del capote cuando frena a la bestia. Fuera el artificio, que lo natural siempre rompe. La pureza es un don que no se estudia, que fluye violenta cuando llora la nieve en la montaña. Y Andrés jalea la verdad y se le entiende. Torea como respira y bebe sombras puntiagudas.

Ahora, el maestro quiere celebrar su ochenta cumpleaños toreando en Zamora un utrero de Victorino Martín. El arte nunca muere...