Anda el Gobierno enredado en una práctica muy peligrosa en materia antiterrorista y con la que debe tener sumo cuidado si no quiere dar las alas del triunfo a quienes solo han dejado de matar, secuestrar y coaccionar por estar presos o derrotados.

No siempre es fácil para el gobernante evadirse a la peligrosa tentación de jugar con las víctimas como si fuesen simplemente piezas a las que se puede manejar libremente sobre el tablero de la estrategia política. El maquiavélico ejercicio de dar confianza al enemigo para que se avenga al acuerdo a costa de alejarse de los postulados del amigo da, en muchas ocasiones, grandes frutos pero no por ello deja de ser moralmente reprobable en según y qué casos.

En este terreno, siempre que ETA ha sufrido algún duro golpe o como ahora por su debilidad manifiesta se ha visto obligada a plantear una tregua -como si de un conflicto entre dos bandos equivalentes se tratara-, los cantos de sirena de nacionalistas y buenistas han tratado de llevar al Gobierno de turno hacia la flexibilidad con los terroristas a los que con imprudente rapidez se les empieza a tratar de exterroristas. Se asume entonces, al menos de manera tácita, por amplias capas de la sociedad y casi todos los creadores de opinión que tienen que hacer gala de ser políticamente correctos en sus tribunas, que es un mérito dejar de asesinar y que ese mérito debe ser premiado, ya con beneficios penitenciarios, ya suavizando la acción de las fuerzas del orden, ya con la laxitud de la Justicia.

Cualquier Gobierno, que lo que quiere es que desaparezca esta lacra, siente entonces la tentación de abandonar la firmeza de la respuesta, no siendo que por ser demasiado rígidos puedan poner en riesgo el recién abierto sendero hacia la paz. Lo hemos visto una y mil veces, aquí y en decenas de lugares en el mundo y en la historia y se abdica de lo que ha servido para poner contra las cuerdas a quienes atentan contra la convivencia social, por la razón principal de que ahora han cambiado las cosas.

No tengo ni la más mínima duda de que nuestro Gobierno quiere acabar con el terrorismo definitivamente, tampoco de que busca que los terroristas paguen por ello, pero con algunos de sus últimos pasos -de momento solo amagos, afortunadamente- las víctimas temen que se las quiera situar en el mismo plano que a quienes las han agredido. Hablar tanto y tan pronto, cuando ni siquiera ha habido una entrega formal de las armas, de poner al asesino frente a su víctima para que muestre arrepentimiento a cambio de beneficios para aquél, suena demasiado a trampa y a nueva ofensa para éstas.

En esto y en otras cosas, la peor de las injusticias es situar el fiel de la balanza equidistante entre lo justo y lo injusto. Entre el culpable y el inocente.

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