Paradoja absurda y cruel: la vida atacada en nombre del progreso y la democracia. Parece inconcebible tener que gritar en calles y plazas «¡Sí a la vida!»; y sin embargo, es necesario proclamar un principio tan evidente como principal. «Que siendo el vivir lo más, todo lo demás es menos». Calderón tradujo en estos versos el resobado aforismo filosófico del «Primum vivere...» que el Día Internacional de la Vida recuerda a un mundo en contradicción manifiesta: Justamente se vanagloria de la prohibición de la pena de muerte, pero convierte en derecho el aborto voluntario que anteriormente había sido considerado delito; se reintegra a la comunidad el autor de una veintena de asesinatos y se manda al llamado «limbo de Aído» a los seres más desvalidos; de algún modo se condona una trayectoria criminal y se destruye antes de nacer, un sugestivo proyecto de vida que acaso hubiera resultado muy provechoso para el país. Considerada la cuestión bajo el prisma de la utilidad pública, se llegaría a la conclusión de que el aborto al reducir la natalidad, priva a la sociedad de elementos humanos que en el futuro podrían garantizarle sostenimiento y continuidad; en esta línea, conviene no despreciar los avisos de ciertos sociólogos que ven en peligro el futuro de la Seguridad Social. Por último, es incontestable el argumento del valor intrínseco de toda vida en sí misma considerada; nada vale más que el vivir, según los citados versos de Calderón de la Barca.

Así las cosas, cumple considerar las exigencias morales y éticas del espinoso asunto. Es cierto que un Gobierno democrático por elección y ejercicio ha atribuido a la mujer gestante el derecho a disponer libremente de la vida del nascituro. Pero aun reconociendo que la democracia es el más fiable de los sistemas políticos, no goza de valor absoluto ni sus decisiones son axiomáticas; si las sentencias de los jueces pueden y deben ser discutidas, no es lógico que las decisiones políticas pretendan una aquiescencia sin reparos, «nemine discrepante»; los propios usos políticos abonan tal opinión; no es raro que un gobierno anule democráticamente una ley aprobada por otro gobierno igualmente democrático. Sócrates fue condenado democráticamente a morir por «delito de opinión», y nadie considera justas y lícitas las horrendas barbaridades de Adolfo Hitler elevado democráticamente al poder .

Entonces, no es punible disentir de políticas, por lo menos discutibles, como la legislación del INVE; es oportuno y obligado preguntarse si un gobierno goza de incontestable potestad para conceder derechos sobre la vida del otro. Si la respuesta fuese afirmativa, habría que considerarlo señor de la vida, lo cual no parece concordar con los tiempos modernos. Probablemente no pocos tildarán de oscurantista semejante conclusión; mas ¿desde cuándo y por qué es oscurantista preocuparse por la vida?

Cerca de cuatrocientas cuarenta asociaciones cívicas declararon su adhesión a la convocatoria de la Plataforma «Sí a la vida». Por las trazas, estamos ante un movimiento consolidado que ya parece imparable. Por lo pronto, se hace oír, a pesar de no contar con la entusiasta colaboración mediática que gozan -por ejemplo- los sindicatos mayoritarios (lo de mayoritarios es un decir); algunas emisoras de televisión, modernizando un antiguo propósito personal, se han dicho: «nulla die sine Toxo et Méndez»; y la gentil pareja no ha faltado un solo día a su cita con las pantallas. Algo ha conseguido el movimiento pro vida en su empeño por lograr que se dé a las cosas su nombre verdadero y duro, sin subterfugios ni tapadijos, por algo se empieza; hoy se habla más de aborto que de INVE, aunque en realidad signifiquen lo mismo: interrupción voluntaria del embarazo, es tanto como decir interrupción de una vida.