Calladamente y sin apenas llamar la atención, el primer ministro italiano Mario Monti va a reducir en un tercio el tamaño del Ejército, además de imponer tributos a la Iglesia, a los partidos, a los sindicatos y hasta a las organizaciones de caridad no gubernamentales. Al lado de este Súper Mario, el español Mariano Rajoy parece un timidísimo reformista.

Cargar (también) la crisis sobre las espaldas del Ejército y la Iglesia es proeza que acaso asombre en esta España famosamente regida hasta no hace mucho por curas y militares; pero no es esa la única hazaña de Monti. La obligación de retratarse ante el Fisco que ha impuesto a los eclesiásticos tiene también su mérito cuando la decide el jefe del Gobierno de un país que inventó la democracia cristiana y alberga en su territorio al Vaticano.

Semejante agresión a los poderes fácticos representados por la milicia, el clero y los sindicalistas le habría costado el cargo a cualquiera en otras circunstancias, pero Monti puede con todo. Ya lo había demostrado al rebajar los sueldos y las pensiones de los trabajadores sin que sus representantes alzasen la voz más allá del murmullo. Tampoco los taxistas, los notarios y otros gremios de mucho pedigrí en la República trasalpina se echaron a la calle cuando el implacable Monti les rebanó en un tris tras de tijera los privilegios que disfrutaban desde tiempo inveterado.

A falta de otra explicación, todo sugiere que el primer ministro italiano goza de una dispensa particular en el país de las bulas papales. Monti no fue elegido por el pueblo, sino por instancias superiores como el FMI, la Unión Europea y el Banco Central del continente para solucionar el estropicio que había causado su predecesor Berlusconi. Es, por así decirlo, un líder emanado de las alturas: detalle que acaso le haga levitar hasta darle una apariencia vagamente ultraterrena a ojos del pueblo.

Con el desahogo que le proporciona el no estar sometido al mandato de elector alguno, Monti puede permitirse licencias tan provocadoras como la de aconsejar a los jóvenes que renuncien a la esperanza de un trabajo fijo. El empleo estable conduce, en su opinión, a la «monotonía», de tal modo que lo «bonito» es más bien «cambiar y aceptar los desafíos» del inestable mundo laboral. Modestamente, eso sí, Monti desdeña tales ventajas y no encuentra contradicción alguna entre sus recomendaciones y el cargo de senador vitalicio que le asegura un sueldo hasta el día del entierro.

Ni siquiera esa incoherencia entre lo que dice y lo que hace -tan propia de los políticos- ha sido suficiente para restar autoridad al tecnócrata que gobierna Italia sin votos, pero con mano de hierro. Decidido a aplicar los goces de la disciplina inglesa a los italianos, Monti los castiga con rebajas de sueldo, de presupuesto, de tanques y de exenciones fiscales que no ahorran privaciones ni aun a los más severos estamentos del país. Misteriosamente, las víctimas de este Súper Mario -mucho más contundente que el de los videojuegos- aceptan los golpes de látigo con resignación y tal vez con algo de deleite. Si no otro, Monti ha obrado al menos el milagro de abrir en canal a Italia sin que se oiga gemido alguno en un pueblo de tradición tan quejicosa y gesticulante como ese.

No es probable que Mariano Rajoy alcance aquí el grado de maestría de su colega italiano: y no porque le falte la «finezza» que Andreotti echaba en falta en la política española. Bien al contrario, Rajoy es un gobernante de maneras levemente florentinas. Ocurre que, a diferencia de Monti, el presidente español ha de responder de sus tijeretazos ante los votantes; y eso siempre impone. Por fortuna para los eventuales damnificados, la idea de un Súper Mariano que venga a gravar con tributos al clero -como hizo el impío Monti- es todavía una hipótesis más bien remota. Súper Mario, de momento, solo hay uno.

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